La autopista soy yo, tú, nosotros, y cuando tu lengua busca la mía y se desenrrolla, caracol
en el caracol, tu lengua resbalando al infinito alargándose en el fondo de la boca, fragmento
del tiempo fragmentado, larga cinta de asfalto caliente y también yo caracol; tu lengua se
estira y soy un precipicio la trago y siguiendo esa fiebre sin fin tu rostro entra en mí, tu
pelo, tus ojos que pestañean de sorpresa, se creían afuera, hacen cosquillas al abrirse a la
altura de un calor interno, tú deslizándote hasta los codos, yo tragando tus nalgas sin que
cese el beso, el primero. Haciéndote lugar la oscuridad húmeda se entreabre y también tú a
la altura del vientre mil caracoles danzando gravemente en espiral, yo la otra concha de
caracol también.
Nos abrazamos siempre hasta perder el aliento, buscando el hálito más allá, tú
sumergido sin desaparecer de allí donde estás, tus ojos en mí y de frente donde la mirada se
ha vuelto reflejo de dos, de mil miradas, y me aspiras. Me sumerjo como una pescadora de
perlas, lengua, nada más que esta lengua que se deja atrapar, estirarse, arrastrando con ella
esa sed que jamás podremos saciar, todo el cuerpo que se adelgaza para resbalar a lo más
profundo, a lo más opaco, y difundirse en tu violenta suavidad. Buscamos todavía y
todavía; cómo no caer más allá de su, tu, mi lengua y del vértigo de los caminos que allí
llevan, siempre los mismos y sin embargo hay vías lentas, caminos fulgurantes.
Una luz que pasa, un camión, un toque de bocina; los asimilamos a su vez a la
asfixia, bocas selladas una contra otra, vuelco del afuera en el otro lado. Inventamos el aire
ahí donde sólo hay humedad, calor y una noche surcada de relámpagos, y yo trago todavía
tu codo, la otra nalga, tu sexo que resbala cálido y viviente en mí y que me tomará por mí
también, te penetrarás porque antes de rehusar el retorno a la superficie, apenas a tiempo o
quizá no a tiempo, la asfixia ya ha empezado sin duda, la inmovilidad del viaje nos ha
ahogado ya en estos efluvios de miel, de canela, a través de Fafner los vientos remueven
noches, siestas, mil gestos para alcanzarnos; nuevamente somos caracoles refugiados en un
caracol que viaja sobre el dorso de un pájaro sin alas, ¿será posible arribar algún día?
Cuando nuestros cuerpos ya han pasado el uno en el otro por la lengua, cuando eres ya
pájaro aleteando en mi pecho, serpiente ciñendo mis caderas del lado invisible de la piel, ni
una sola célula escapa, circunscrita desde el interior en el momento en que la negrura se
estría de estrellas verdes, es preciso, es preciso volver, respirar como casi ahogados pero
estamos ya ahogados, jamás se puede recuperar todo el cuerpo antes de que las bocas se
desgajen una de otra con la violencia de la estrangulación. Respirar, pero tan poco; te
sumes de nuevo, cómo quedar con esos cuerpos invertidos, vueltos como guantes
resbalando fuera de las manos que los retenían, y te sumes, y como delfines en un mar del
que ignoramos el fondo y las corrientes resbalamos el uno contra el otro, el uno en y
alrededor del otro, y como tiburones ola tras ola hendida para desgarrar eso que queda de
una realidad que busca otra cosa que este ritmo.
Desde el comienzo del viaje, de todos los viajes, mesurando el tiempo desmesurado
de una cresta a otra.
Y en el húmedo abandono del agotamiento, el sosiego, el caracol de caparazón de
pelusa, tu rostro de adolescente que brilla en su última fatiga, y de nuevo con una mano
cansada pero que el reflujo de una próxima ola todavía imperceptible mueve ya, me
dibujas, las caderas, los senos, las nalgas, y ese dibujo, don de ti a mí, me regalas todavía
una vez el único regalo que puedo abandonarte enteramente y hasta el lago de sueño que
nos mecerá.
Con una voz quebrada, más de una vez, me has dicho: «Eres tan joven.» No te
equivocabas, pero qué velo te ha impedido ver todos esos años que también yo llevo
conmigo, años de una edad mucho mayor que
—¡No me hables del tiempo!
Pero sí, hablemos, nosotros que no somos niños; estamos, estamos en el tiempo
como en este viaje: dentro. ¿Es que no ves que no hay ya cuatro ni tres ni dos tiempos?
Tantas veces me he precipitado en el abismo negro que sé caminar en la oscuridad.
Y cortar mil veces, diez mil veces seguidas la cabeza de la hidra, sin hacerme la ilusión de
que le impido proseguir todavía y siempre su siniestro crecimiento. Años creyendo o no en
un nacimiento hecho para permitirle a la muerte tomar el sol, otros para teñirla de colores
violentos: nos reconocemos.
Por el momento, gran lobo marino, bogamos sobre un agua calma, clara, sólo
agitada por visiones de riberas donde horrores, torturas y guerras se agitan y nos acechan.
Pero nuestras olas sólo forman una vasta ondulación que respira al ritmo de nuestra locura.
Luz, y la oscura pasión que nos empujará hasta el fin, siempre hasta el fin y más lejos. Allí
donde te estrecho como si nuestras pieles fueran a disolverse al contacto de una con otra,
hacer de nosotros un solo ser invisible.
Tu voz es clara, pero cuando viene ese velo de tristeza, cuando apenas empezado el
viaje dudas nuevamente de su término, ¿cómo callarme, y cómo hablar? A su tiempo esa
tristeza, mi amor, a su tiempo todavía lejano y doble. Por grande que sea la oscuridad, no
hay negrura que me haga retroceder.
Tú, y todavía tú.
A fuerza de nadar en las grandes aguas negras, se aprende a flotar en la oscuridad.
Boya de las peores tinieblas. Excluida? ya las vejeces humillantes, las pesadillas sanitarias;
y el resto no es para ahora y ya no hay más soledad posible. ¿No has comprendido qué
regalo de vida fue que no murieras hace un año? Corte. Partida. Y lo desconocido que se
tiende por muchos años todavía, si quieres explorarlo con tus ojos de niño. Dulce confusión cuando el suelo tiembla al sol y vibras contra en alrededor de mi
cuerpo.
No abandonaremos la autopista en Marsella, mi amor, ni en ninguna parte. No hay
otra vuelta atrás que en espiral.
en el caracol, tu lengua resbalando al infinito alargándose en el fondo de la boca, fragmento
del tiempo fragmentado, larga cinta de asfalto caliente y también yo caracol; tu lengua se
estira y soy un precipicio la trago y siguiendo esa fiebre sin fin tu rostro entra en mí, tu
pelo, tus ojos que pestañean de sorpresa, se creían afuera, hacen cosquillas al abrirse a la
altura de un calor interno, tú deslizándote hasta los codos, yo tragando tus nalgas sin que
cese el beso, el primero. Haciéndote lugar la oscuridad húmeda se entreabre y también tú a
la altura del vientre mil caracoles danzando gravemente en espiral, yo la otra concha de
caracol también.
Nos abrazamos siempre hasta perder el aliento, buscando el hálito más allá, tú
sumergido sin desaparecer de allí donde estás, tus ojos en mí y de frente donde la mirada se
ha vuelto reflejo de dos, de mil miradas, y me aspiras. Me sumerjo como una pescadora de
perlas, lengua, nada más que esta lengua que se deja atrapar, estirarse, arrastrando con ella
esa sed que jamás podremos saciar, todo el cuerpo que se adelgaza para resbalar a lo más
profundo, a lo más opaco, y difundirse en tu violenta suavidad. Buscamos todavía y
todavía; cómo no caer más allá de su, tu, mi lengua y del vértigo de los caminos que allí
llevan, siempre los mismos y sin embargo hay vías lentas, caminos fulgurantes.
Una luz que pasa, un camión, un toque de bocina; los asimilamos a su vez a la
asfixia, bocas selladas una contra otra, vuelco del afuera en el otro lado. Inventamos el aire
ahí donde sólo hay humedad, calor y una noche surcada de relámpagos, y yo trago todavía
tu codo, la otra nalga, tu sexo que resbala cálido y viviente en mí y que me tomará por mí
también, te penetrarás porque antes de rehusar el retorno a la superficie, apenas a tiempo o
quizá no a tiempo, la asfixia ya ha empezado sin duda, la inmovilidad del viaje nos ha
ahogado ya en estos efluvios de miel, de canela, a través de Fafner los vientos remueven
noches, siestas, mil gestos para alcanzarnos; nuevamente somos caracoles refugiados en un
caracol que viaja sobre el dorso de un pájaro sin alas, ¿será posible arribar algún día?
Cuando nuestros cuerpos ya han pasado el uno en el otro por la lengua, cuando eres ya
pájaro aleteando en mi pecho, serpiente ciñendo mis caderas del lado invisible de la piel, ni
una sola célula escapa, circunscrita desde el interior en el momento en que la negrura se
estría de estrellas verdes, es preciso, es preciso volver, respirar como casi ahogados pero
estamos ya ahogados, jamás se puede recuperar todo el cuerpo antes de que las bocas se
desgajen una de otra con la violencia de la estrangulación. Respirar, pero tan poco; te
sumes de nuevo, cómo quedar con esos cuerpos invertidos, vueltos como guantes
resbalando fuera de las manos que los retenían, y te sumes, y como delfines en un mar del
que ignoramos el fondo y las corrientes resbalamos el uno contra el otro, el uno en y
alrededor del otro, y como tiburones ola tras ola hendida para desgarrar eso que queda de
una realidad que busca otra cosa que este ritmo.
Desde el comienzo del viaje, de todos los viajes, mesurando el tiempo desmesurado
de una cresta a otra.
Y en el húmedo abandono del agotamiento, el sosiego, el caracol de caparazón de
pelusa, tu rostro de adolescente que brilla en su última fatiga, y de nuevo con una mano
cansada pero que el reflujo de una próxima ola todavía imperceptible mueve ya, me
dibujas, las caderas, los senos, las nalgas, y ese dibujo, don de ti a mí, me regalas todavía
una vez el único regalo que puedo abandonarte enteramente y hasta el lago de sueño que
nos mecerá.
Con una voz quebrada, más de una vez, me has dicho: «Eres tan joven.» No te
equivocabas, pero qué velo te ha impedido ver todos esos años que también yo llevo
conmigo, años de una edad mucho mayor que
—¡No me hables del tiempo!
Pero sí, hablemos, nosotros que no somos niños; estamos, estamos en el tiempo
como en este viaje: dentro. ¿Es que no ves que no hay ya cuatro ni tres ni dos tiempos?
Tantas veces me he precipitado en el abismo negro que sé caminar en la oscuridad.
Y cortar mil veces, diez mil veces seguidas la cabeza de la hidra, sin hacerme la ilusión de
que le impido proseguir todavía y siempre su siniestro crecimiento. Años creyendo o no en
un nacimiento hecho para permitirle a la muerte tomar el sol, otros para teñirla de colores
violentos: nos reconocemos.
Por el momento, gran lobo marino, bogamos sobre un agua calma, clara, sólo
agitada por visiones de riberas donde horrores, torturas y guerras se agitan y nos acechan.
Pero nuestras olas sólo forman una vasta ondulación que respira al ritmo de nuestra locura.
Luz, y la oscura pasión que nos empujará hasta el fin, siempre hasta el fin y más lejos. Allí
donde te estrecho como si nuestras pieles fueran a disolverse al contacto de una con otra,
hacer de nosotros un solo ser invisible.
Tu voz es clara, pero cuando viene ese velo de tristeza, cuando apenas empezado el
viaje dudas nuevamente de su término, ¿cómo callarme, y cómo hablar? A su tiempo esa
tristeza, mi amor, a su tiempo todavía lejano y doble. Por grande que sea la oscuridad, no
hay negrura que me haga retroceder.
Tú, y todavía tú.
A fuerza de nadar en las grandes aguas negras, se aprende a flotar en la oscuridad.
Boya de las peores tinieblas. Excluida? ya las vejeces humillantes, las pesadillas sanitarias;
y el resto no es para ahora y ya no hay más soledad posible. ¿No has comprendido qué
regalo de vida fue que no murieras hace un año? Corte. Partida. Y lo desconocido que se
tiende por muchos años todavía, si quieres explorarlo con tus ojos de niño. Dulce confusión cuando el suelo tiembla al sol y vibras contra en alrededor de mi
cuerpo.
No abandonaremos la autopista en Marsella, mi amor, ni en ninguna parte. No hay
otra vuelta atrás que en espiral.
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