Marguerite Duras




Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir tambien es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñando, como el último hijo, siempre el más amado.


Un libro abierto también es la noche. Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.


Escribir a pesar de todo pese a la deseperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.

(Fragmentos extraídos de ESCRIBIR. Traducción de Ana María Moix. Colección Fábula. Tusquets Editores)



LAS MANOS NEGATIVAS

Llamamos manos negativas a las pinturas de manos encontradas en las grutas magdalenianas de la Europa del Atlántico Sur. El contorno de esas manos – posadas abiertas sobre la piedra – estaba untado de color. Casi siempre de azul, o de negro. A veces de rojo. No se ha encontrado ninguna explicación de esta práctica.

Ante el océano
bajo el acantilado
sobre la pared de granito

esas manos

abiertas

Azules
Y negras

Del azul del agua
Del negro de la noche

El hombre entró solo en la gruta
frente al océano
Todas las manos tienen el mismo tamaño
estaba solo

El hombre solo en la gruta miró
en el ruido
en el ruido del mar
la inmensidad de las cosas

Y gritó

A ti que tienes nombre, a ti que has sido dotada de una identidad
te amo

Esas manos
del azul del agua
del negro del cielo

Planas

Posadas descuartizadas sobre el granito gris

Para que alguien las vea

Yo soy el que llama
Yo soy quien llamaba, quien gritaba hacía treinta
mil años

Te amo

Grito que quiero amarte, te amo

Amaré a quien quiera que oiga mis gritos

Sobre la tierra vacía quedarán estas manos sobre la pared de
granito frente al rugido del océano

Insostenible

Ya nadie oirá

Ni verá

Treinta mil años
Esas manos, negras

La refracción de la luz sobre el mar hace temblar
la pared de la piedra

Soy alguien, soy el que llamaba, el que
gritaba en esta luz blanca

El deseo
la palabra aún no ha sido inventada

Miró la inmensidad de las cosas en el fragor
de las olas, la inmensidad de su fuerza

después gritó

bajo sus pies los bosques de Europa,
sin fin

Se yergue en el centro de la piedra
de los pasillos
de los caminos de piedra
de todas partes

A ti que tienes nombre, a ti que has sido dotada de una identidad
te amo con un amor indefinido

Había que descender del acantilado
vencer el miedo
El viento sopla desde el continente, empuja
al océano
Las olas luchan contra el viento
Avanzan
ralentizadas por su fuerza
y llegan con paciencia
a la pared

Todo se rompe

Te amo más que tú a mí
Amaría a quienquiera que me oyese gritar que
te amo

Treinta mil años

Llamo

Llamo a quien me responda

Quiero amarte, te amo

Desde hace treinta mil años grito frente al mar al
Espectro blanco

Soy el que gritaba que te amaba, a ti


El amante (fragmento)

" Un día, ya entrada en años, en el vestíbulo de un edificio público, un hombre se me acercó. Se dio a conocer y me dijo. La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud. Su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora, devastado.
(...)
Entre los dieciocho y veinticinco años mi rostro emprendió un camino imprevisto, ese envejecimiento fue brutal. Ví como se apoderaba de mis rasgos uno a uno... He conservado aquel rostro nuevo. Ha sido mi rostro. Ha envejecido más por supuesto, pero relativamente menos de lo que hubiera debido. Tengo un rostro lacerado por arrugas secas, la piel resquebrajada. No se ha deshecho... ha conservado los mismos contornos pero la materia está destruida. Tengo un rostro destruido... "




El tren a Burdeos

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.Volvió.Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

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