ALL THAT JAZZ Diego Fischerman



JAZZ Y DESEO: CINCO VARIACIONES



1. 'El jazz es una ilusión'. El jazz es una ilusión. Un engaño. Una máquina de generar fantasías. Su lenguaje es el lenguaje del deseo, el de crear paisajes tan ficticios como irresistibles: paisajes hacia donde es necesario ir, tal vez sólo para comprobar que no estaban allí, que deben buscarse, siempre, más adelante.



2. 'Variaciones sobre un tema'. Circunvalaciones, más bien. Es cierto, hay un tema, pero en el jazz ese tema no está. Funciona en la memoria. A veces, ni siquiera. El solol de jazz (ese espacio donde el instrumentista improvisa) es una evocación -tan lejana como sea posible- de un esquema melódico, rítmico, a veces sólo gestual. Como en una novela policial, la sorpresa no puede ser tanta que el culpable sea un desconocido ni tan poca que pueda adivinárselo de entrada. Tiene que haber una sospecha pero la certeza, si es que llega, está reservada al final. El arte del solo de jazz es el de la 'previsibilidad relativa'.



3. 'Tensión'. Irse tanto como sea posible sin permitir que el otro deje de verme. Mirar su mirada. Estirar el hilo. Mostrar y ocultar. Acelerar y frenar. "Out of nowhere" por Charlie Parker. Fuera de ningún lugar y en algún espacio imposible, inabarcable, hecho de permanentes modificaciones de una modificación inicial. Una balada. Un fondo tranquilo, podrían decirse. Una base lenta sobre la que, como rápidos oleajes, se articula el solo. ¿Cuánto hay del tema original en ese solo? No importa. El solo es una permanente mutación de sí mismo. El solo sólo se refiere a él, solo.



4. 'Pasos'. En "Giant steps" (pasos de gigante) John Coltrane incorpora una secuencia de acordes novedosa. Sobre todo, por su profusión. A cada tiempo corresponde un acorde diferente. El improvisador deberá cambiar de escala casi dos veces por segundo. Tommy Flanagan, el pianista, ataca con lentitud. Hace pausas entre nota y nota. Después de la vertiginosa elipsis del saxofonista, él frena. La leyenda aseguró durante años que, simplemente, Flanagan llegó al estudio de grabación, le pasaron la partitura (es decir, la sucesión de acordes y la melodía inicial), dijo "OK" y se preparó para tocar, pero lo que nunca adivinó fue la velocidad a la que Coltrane tomaría el tema. Flanagan, decía, no había podido tocar más notas porque no estaba capacitado técnicamente. Siempre fue mucho más interesante suponer que la verdad era otra. Que Flanagan había decidido ir en contra de la expectativa (ocultar en lugar de mostrar) y había construído uno de los solos más geniales de la historia. La edición integral de Coltrane publicada por Atlantic terminó con el misterio. Allí aparecieron infinidad de tomas alternativas, completas e incompletas, de "Giant steps" (algunas de ellas de días anteriores), y permitieron oír que Flanagan no sólo sabía con exactitud de que se trataba sino que iba perfeccionando su silencio. Que cada vez sacaba más notas. Lo mismo, al revés, sucedía con los solos de Coltrane. Pero en ambos casos, si se escucha la serie de tomas de "Giant steps" como un solo tema, lo que se oye es cómo cada solo, además de comentar el tema, comenta el solo anterior.



5. 'Voz'. Las cantantes de jazz (sobre todo las mediocres, las que apenas pueden moverse en el discreto círculo del entretenimiento de hotel de lujo) ponen en escena el deseo en su versión más prosaica y previsible. Los mohínes, los labios extendidos e hinchados hacia el micrófono, los tajos en las faldas, los tacos altísimos, circulan por el catálogo de los fetiches más vulgares y transitados. Algunas cantantes de jazz, sin embargo -a pesar de las necesidades comerciales, de algún representante que las instaba a un vestido brillante y a unos zapatos plateados, e incluso del texto de algunas canciones- fueron más allá del lugar común. La primera de ellas, la más importante, es Billie Holiday. No porque fuera bella ni porque actuara la sensualidad de una manera más o menos convincente. Billie Holiday construía sus interpretaciones con el mismo material que el deseo. Allí no hay distancia, no se trata de la aplicación de una determinada galería de recursos sobre algo preexistente. No hay división entre el deseo y la canción porque ambos son lo mismo. No es cuestión de la actitud corporal ni del tema -que puede llegar a ser tan siniestro como el de "Strange fruit", donde el tradicional icono de la sexualidad (el fruto colgante) no es otro que un negro ahorcado en un linchamiento-. Billie Holiday, cuando cantaba, no hacía casi ninguna otra cosa que cantar. A pesar de su vida trágica, de sus adicciones y de su muerte literaria, a pesar de la autobiografía que se hizo escribir, a pesar del culto que le profesan muchos que apenas la han escuchado y de los que hacen con ella una discutible exégesis basada en la extraña alquimia entre genio y decadencia (como si uno fuera la inevitable contracara de la otra), Billie Holiday tiene que ser oída. En "April in my heart", por ejemplo, grabada el 31 de octubre de 1938 con la orquesta de Teddy Wilson, con él en el piano, Benny Carter en saxo alto, Lester Young en tenor y Harry James en trompeta, su canto dibuja, por sí mismo, un territorio de espejismos, donde cada frase, cada acento, cada sonido, están siempre desplazándose. El timbre, el color de esa voz, su rugosidad, con esa clase de belleza que atraviesa lo extraño y que roza (es apenas una cuestión de matices) lo desagradable, son, a la vez, materia -materia del deseo- en estado puro.


(Texto extraído de ESCRITO SOBRE MUSICA, de Diego Fischerman. Editorial Paidós

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