FOGWILL
Muchacha punk
EN DICIEMBRE DE 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir "hice el amor" es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que "hicimos" ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos "acostamos juntos".
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón. Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street y en Regent Street. Les cuatro –yo y aquellas tres muchachas punk– mirábamos esa misma vidriera de . En el ambiente cálido que prometía el interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas, el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central.
Blancas venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras. Negras dudaron quince según dos o tal vez más; era la movida l16 ó l18, y los mirones –nadie a esas horas, por el frío–, habrían podido recomponer la partida porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez, y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos, mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí, se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio, frotándose las manos, escribiendo su nombre, –garabateando un corazón o el emblema de su equipo de fútbol; quizá no.
Confirmé su existencia poco después, cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito.
A sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriero de Selfridges y el conductor hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas), y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un espacio hermético, casi masónico: insondable.
Poco después el Rolls se alejó tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto, reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel.
El frío calaba los huesos. Traía bajo los jeans un polar–suit inglés que había comprado para un amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC.
Sentía el cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos, llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío, entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí un cigarrillo.
Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante, manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos de escarcha.
vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre, algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios pomo. En una esquina, un grupo de hombres –obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos desgraciados sin hogar se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde, subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar–suit. Ahora voy á contar de mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y –¿por qué no?– hecho también de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión, los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos –todos no hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos.
Yo soy friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención. Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último viaje.
Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban –en español–, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero.
Yo traía en el bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité mostrarla para no delatar mi carácter hispano–parlante. El Chianti –embotellado en Argelera delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una afinidad que en tres minutos me redimió del frío.
Pero la pizza era mediocre, dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor, pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs.
El otro tipo también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando. Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los polar–suit (al ver mi paquetito con el Helly Hansen, se había asombrado) y también entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes también en esto se parecía al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde atrás me vino un vaho de musk.
Miré. La más fea de las gallegas de la mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de –alguna marquita de esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos.
Tres punks habían entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban, para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha –pues la forma de la de pájaro embalsamado y cara de sapo la tapaba cada vez más– me concentré sobre mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles. Al termianar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a lavarme las inanes y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la canilla. Desde el espejo, nitré contento cómo subían los tonos rosados de los cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi transparentes y el ensamble de rasgos que más irte gusta, esos que se suelen llamar "aristocráticos", porque los aristócratas buscan incorporarlos a su progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres! ¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor! ¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje ala porvenir soñado en lo más íntimo del programa genético del amo). Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio fisiognómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas narices de rasgos exactos "cinceladas" bajo sedosos párpados y justo encima de labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el inundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo Banco tal, una Acción heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia, obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la plebe en busca de buena sangre piara corregir los rasgos y restablecer el equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre holgado, tres o más números mayor que su talle.
De altura normal, no pesaría más de 44 kilos. su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana. Una camisa de cuello Oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo que creí su piel y comprobé después que era tina campera de gimnasta. Ella, a mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque verbal, como buscando tina humillación, como ella misma habría mirado a un oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía, en cambio no me mira ha. Pero. . .
Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me dije: "se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street". Era etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk, como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano –so british–, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se justificaba. voy a contarlo en español: –¿Puedo yo sentarme? Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas. Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito embalsalmado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había olvidado registrar. Habló la punk con pájaro
–¿Qué usted quiere? –Nada, sentarme... Estar aquí como una sustancia de hecho... –dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la gorda: –¿Dónde viene usted de...? –ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
–De Sudamérica... Brasil y Argentina –dije, para ahorrarles una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me preguntaba si era inglés: se asombraba "¿Cómo puede venir uno de Brasil y Argentina sin ser británico?", imaginé que habría imaginado ella.
¿Sería un inglés? –No. Soy sudamericano, lamentado –dije.
–Gran campo Sudamérica –se ensañaba la gorda.
–Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo –le respondí.
–Oh sí... Yo veo dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo. Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz deliciosa y tímbrica en este párrafo: –¿Qué usted hace aquí? –quiso saber su melodía verbal.
–Nada, paseo –dije, y recordé un modelo que siempre marchó bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo puse a prueba: –Yo disfruto conocer gente y entonces viajo... Conocer gente, ¿Me entiende?... Viajar... Conocer... ¡Gente!.. ¿Eh.? ¡Ah..! ¡Así..! ¡Gente..!
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba. –Yo también amo viajar –fue desgranando sin mirarme–. Conozco África, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? –me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida: –Portugal es lleno de maravilla... Hay allí gente preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a la nuestra...
" seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk. Susurraba ella: –Una vez mi avión tomó suelo en Lisboa y quise yo bajar, pero no permitieron –dijo–: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso ...Lisboa, Portugal?–. La duda tintineaba en su voz.
–Sí –adoctriné, pero en todos los aeropuertos son iguales: son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
–Como los choferes de taxi, así son –me interrumpió la gorda, sacudiendo el humo de su Players.
–Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra –concedió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
–Como los vendedores de libros –dijo la mía –¡Hijos de una perra!–. Y flotaba en el aire, etérea.
–Sí, de curso –dije yo, festejando el acuerdo que reinaba entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la gorda: –Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh... –y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta, se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había visto yo que ellas habían con sumido diez o quince libras, pero dejé que se borraran, eso simplificaba la narración.
–Bay, Borges –me gritó la cara de sapo desde la vereda, amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces yo me alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más, pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi muchacha por qué no las había saludado: –Porque son unas ceras sucias hijas de perra.
¿Ve? –dijo mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las hierbas, atraído por el fluir de las libras , un mozo muy gallego brotó a su lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló: –Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos pagar mi permanencia. Es no sentido –afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha –aristocrática o punk, eso ya no importaba–, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la corriente, delatora, entra boyando al fiord donde todo se vuelve nada. Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba –creí– una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada, afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos, el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de tai chi. Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro. ¡Estaba chocha de su orificio... ! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante. Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia. Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por la humedad y por el frío y ahora necesitaba un service para recuperar su color y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me sorprendió cavilando en la mesa: . –¿Cuál es el problema con tú? –me preguntó en inglés–. ¿Qué eres tú pensando? –Nada –respondí–. Pensaba en este frío maldito que estropea cicatrices...
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan, noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. "¿Por qué?" –me preguntaba" ¿Por qué será?" Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y asociaciones íntimas, intensas, pero por rúas, por argentinas y por inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo –o en mi alma–, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuita del IRA que alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub, zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me abrazaba, y yo veía en sus ojos –dos espejos azules que ese hombre que rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuita de piel escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor' que jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase: ' –Nada... pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices... –oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me clavaba sus espejos azules y decía "gracias", que en inglés ("agradecer tú", había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro de la consevación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice, como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué: –Tuve gripe. . . además. . . ¡El frío me entristece, es un bajón...! "¡lt downs me!" traduje–. ¡Eso abájame! –¡Vayamos al hotel! –dije yo, ya sin lágrimas.
–¡Hotel no! –dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía –sigo sin saber–, cómo puede alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. El no paró. Pronto se acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil. Mi Muchacha nombró una calle y varios números. imaginé que viviría en un barrio bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio decía "Shadley House". En la puerta de su apartamento –doble batiente, de bronce y de lujuria –decía "R. H. Shadley".
–Es la casa de mi familia –dijo humilde mi Punk y pasamos a una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó "hello" y una voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las escuché, memoricé nuestra oración "queterrecontra" y con una mirada relámpago, busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás enfrentados.
Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender.
Un negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk, reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del salón de música eran "su gente" y mientras trababa la puerta me explicó que estaban enculados ("angry", dijo) con ella, porque les había prohibido la entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una "zorra mezquina", creyendo que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba: –Son unos cerdos malolientes hijos de perra –me dijo refiriéndose a los dos franceses, cl marroquí, el sudanés y el americano, quien además –contenía "costumbres repugnantes". No pude saber cuáles, pero me senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba, me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor, se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus 'sevicios de espía, o policía, en la India.
Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También admiraba a su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos "hijos de perra malolientes". Creí entender que había un banco encargado de los gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas –la mía y su hermana recibían cincuenta libras. "Cerdos malolientes", había vuelto a decir tocándose la cicatriz y explicando que el service –que en tiempos de humedad debía realizarse semanalmente le costaba veiticinco libras, y que así no se podía vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí, moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en un cuarto pilo, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones, embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y conservas. vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy suave.
Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes, obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de sus sirvientes. "Nunca se sabe", dije en español, y le aclaré en inglés "es no fácil saber". Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de cualquier cosa, "como pobre Charlie". Quise saber quién era "pobre Charlie" y me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en un asilo cercano a Dundall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y se rió. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta libras: el precio de su pensión semanal, "como una substancia de hecho". El banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis protagonistas. El arte –pienso debe testimoniar la realidad, para no convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint. Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la miniatura de Coke de su colgante de oro. "Aceite de heroína", explicó. Ella había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba, tranquilizaba sus deseos.
Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en París –septicemia y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido de barro para hacer pan en la sala contigua tenían una máquina de asar eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias. Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡vaya uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates británicos...! Cuando Coreen –mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa volvía del –baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office –al que ella llamaba "hogar" en inglés de los salones donde seguían gritándose barbaridades sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de mis 555, y –¡Achalay!– nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana, donde, dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en otro, una de cebra viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo punk. ¡Las sábanas...! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camouflarme en todos los hoteles de primera clase y hasta he dormido –en casos de errores en las reservas que de ese modo trataron los gerentes de repararen suites especiales para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) le largó a declamar la letanía bien conocida por cualquier visitante de Londres: "ai camin ai camin ai camin ai camin ai camin", gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos "ai voi ai voi ai voi ai voi" de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda. ¡vaya si se amolda! Por ejemplo: Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo que agregamos al café.
Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del cuarto de la hermana (le mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf, Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Hay que ver en una de esas camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de Teoría de los Sistemas.
Separé algunas para informarme qué era esa teoría que yo desconocía pero que justificaba tina publicación mensual que ya iba por el número ciento treinta y cuatro. Las miré. interesante: enriquecería mi conversación por un tiempo.
Andaba en eso citando llegó la hermana de mi Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista, marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo, desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más.
En cambio el novio me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y sus clientes.
Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la irritación de su novia, habríamos podido entablar tina provechosa amistad. Me convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis carcajadas y 1()s mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me –esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues "'la luz de la luz no nos molesta". Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: serían las siete, pronto amanecería. Acaricié los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento involuntario pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave. Nada punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service, desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces. Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el francés.
Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado, estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno corazón de la ciudad de Londres.
Hicieron no sé cuántos grados Farenheit; calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi patria. Quise volver.
Al día siguiente 'volé a Bonn y de allí fui a Copenhague. Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre. volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en medio de la rougb hour de aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió: –No lo sé, tal vez tengas razón...
Me dejó en victoria Station, donde yo debía comprar unos catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos Aires.
Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules.
Entre él y el librero de victoria Embankment –un paquistaní– acabaron de estropearme la tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía. Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar...? ¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de invierno inglés...! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche encima. Cuando escuchó la palabra "Argentina", el armero judío hizo un gesto con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de bautizar de ellos.
El paqui, cuando oyó que decía "Buenos Aires, Argentina, Sur" arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego, tipo Zorba (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra...?). Giró en el aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y (cantó muy desafinado la frase "cidade maravilhosa dincantos mil", pero apoyándola contra la melodía de la opereta Evita.
Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos manos, se aplaudió, y se quedó muy contento mostrándome sus dientes perfectos de marfil.
Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió. Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo, debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va...!
(1979)
CANTOS DE MARINEROS EN LAS PAMPAS
de "Cantos de Marineros en las pampas" publicado en España por Mondadori © 1998 Fogwill.
Habló el que siempre repetía la cantilena de la flota de mar:
–¡Por el sol..! –Le sintieron decir.
Y si alguien mas lo oyó también debió pensar que era la prImer cosa atinada de lo mucho que dijo durante todas esas semanas de marcha.
Días malgastados y leguas descaminadas en esa pampa interminable, tolerando las serenatas de los payucas y dichos hasta peores y mas desquiciados que los del marino, cuidando parecer que seguían creídos de que tarde o temprano llegarían al oeste y que alcanzarían la sierra chica y mas atrás el nacimiento del río que, corriente abajo, los llevaría justo hasta El Lugar.
Llamaban El Lugar al sitio de encuentro de todos los que seguían firmes en la idea de juntarse y volver a empezar. Se platicaba eso pero de los derroches de tiempo y del descaminar leguas y jornadas nadie en la tropa cometió la imprudencia de hablar.
Tropa: solo tanta arma y munición encajonada demorándose en las carretas justificaba llamar tropa a ese montón indisciplinado y desparejo que traía semanas y semanas de marchar, montar, apearse, ensillar y volver a montar, solo para volver a juntarse y tratar de empezar otra vez.
¿Cuántas semanas ?
Si alguno tuvo voluntad de ir llevando la cuenta supo guardarse el número y ni cuando las conversaciones daban lugar para lucirse con la cifra y amargarle la noche a todos dejó entrever que la sabía y que no la decía por respeto.
Se conversaba siempre en la comida de la noche. Se aprovechaba la poca luz de los fogones para platicar sin que alguien, por escudriñador que fuese, pudiera descubrir de la cara del que iba hablando, o del que oía, los pensamientos verdaderos que no se dicen en la conversación.
Y la hora del sueño ayudaba: se podía platicar confiado en que al momento de no querer oír mas, o decir mas, estaba a mano el pretexto de caerse dormido y Dios Guarde que mañana será otro día.
Volteaba el sueño y todos se dejaban voltear y mas cuando se andaba cerca de la cuestión de cuántos eran y del tema de de con cuántos mas sería menester contar y el de cuánto sería que faltaba en meses o años, en tropa o armas, en caballos y en plata, o en voluntad y en muertos, para la hora de ganar, o para lo que cada uno pretendiera.
Ganar era lo que querían los mas, que eran los mas ilusos. Los menos, ya desde antes de arrancar querían ganar pero se contentaban con perder siempre que les dieran ocasión de perder al modo propio y no al que elijan los favorecido por la fortuna de ganar.
Los cuándo, cuánto, y el ganar y perder eran los temas "que ni nombrar". Todavía se dice de ese modo en muchas partes.
Y lo que "ni escuchar" era lo que agobiaba: hablar de las criaturas, las mujeres y las haciendas quedaron atrás y de cosas parecidas que no conducen a nada. Tal esa cantilena del que venían llamando El Marinero desde los primeros días de marcha.
Porque siempre repetía lo mismo: que años y años revistó en la flota de mar y que en la flota ésto o que en la flota aquello o que ellos en la flota de mar solían hacer tal o cual otra cosa de tal o cual manera y nunca pudieron pasar dos noches sin que alguien tuviera que mandarle que pare de una vez de contar y de estorbar y que deje dormir la tropa.
De día, uno que por dormirse oyéndola la voz del marinero se le había convertido en un mal sueño, le rogaba por el Sacrosanto que la termine con la historia de que en el mar los que mas cantan son los mejores marineros y que se guarde para él solo el cuento de que en la flota no es como en el campo y en los pueblos, que en la flota de mar se toma menos, y que entre los marinos el que mas canta nunca es el borracho, porque al revés: mejor y mas dispuesto a bordo se muestra un personal mas canta y menos chupa y porque, igual que en todos lados, en el mar el tomador le esquiva el bulto a la pelea y en el peligro se ve bien que los que toman se achican primero que nadie.
Y de noche, a la hora de contar, le copiaban los dichos y hasta la manera medio goda de hablar con zetas para anoticiarlo de que ya todos se sabían la cantilena de memoria.
En cuanto amenazaba empezar algún imitador le ganaba el turno y, poniendo voz de bastonero de circo, anticipaba:
–Para esta velada anunciamos a la digna concurrencia de damas, clero, nobiliario, gente de armas y chinas de culear que habremos el honor de oír a quien ha visto faluchos corsarios llenos de hindús y chinos iguales a los que la Britannia dio de escolta a San Martín, que mas semejan lazareto de leprosos o quilombo de remate de esclavos que a cosa de utilidad para la guerra y ha tripulado naves insignia con gavieros a proa que calzan botín de caucho y ostentan uniforme de -lana inglés bordado en hilos de oro y dará fe de que por igual en ambas barcas como en toda nave de mar cualquiera sea su enseña, mas canta el marinero, mejor marino es y mas se lo respeta a la hora en que a bordo se reclama personal que sirva...
Copiándolo, los imitadores agrandaban la boca cuando les tocaba decir la aés y la és, y tanto ceceaban que se sentía "abodo ze nejzezita pesoall que zirja..."
Y a fuerza de copiar la forma goda de hablar de los marinos mezturaban una que otra voz lusitana en las frases mas largas y hacían sonar las zetas mas fuerte que cualquier español que, por descuido, hayan dejado vivo los ejércitos de la Patria.
Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo escucharon hablar como un godo.
Y no ha de haber muchos vivos que pudieron oírlo cuando fue General de estas Provincias y Gran Libertador de América y ni zetas ni eshes se le escapaban. Si hasta los mandos de batalla los profería estirando el labio para que ni oés ni ás sonaran como en la voz de un monárquico hidemilputas.
Valiente y puro sacrificio fue el puñado de criollos que se alistó en las naves de Brown y de Bouchard sin conocimiento de en dónde se metían. Las que pasaron en esas goletas de tablones podridos, calafateadas a lo bestia por gauchos y peones de herrero y mandadas por corsarios sin Dios, ni patria, ni respeto por la gente, obliga a tolerarles mañas y salvajadas a los pocos que pudieron volver.
Pero hasta en esos patriotas disgusta ésa ínfulas de hablar como asesinos virreinales: ni para burlar a un loco habría que permitir que un criollo hable así y revuelva a sus paisanos los tiempos en que el que el monárquico se creía mas y se jactaba de que siempre esta patria iba a seguir dejándose pisotear.
Pero la pampa que endurece al hombre en tantas cosas en otras lo hace mas blando y lo distrae. Por eso que hablara igual que uno de la flota era lo último que le amonestarían al marinero. Lo primero era lo peor de aquellas noches: su repetir y el agobiar repitiendo tanto y cansando.
A él que lo copiaran y burlaran no parecía bochornarlo. Mismo cuando la tropa, meta risa y palmada, estaba festejando a algún imitador, podía apersonarse ante cualquiera a pedir un chala, o el yesquero de llama pronta para prender un chala o un tabaco enrollado que algún otro le convidó: ni bochorno ni nada parecía producirle la burla al hombre.
Y menos enojo: igual que todos por esos días era capaz de perdonarle lo peor al otro con tal de que no fuese un flojo, un federal con tirador de plata, o un salvaje unitario de librea de tarciopelo y cachete entalcado.
Si cuando se empezó a oír que había unos que andaban por ahí comprando caballos y encargando reservas y encurtidos con el plan de empezar otra vez el marino se compareció en la capilla de Flores entre los primeros y ahí mismo donó unas libras de plata –que debía ser todo lo que tuvo en la vida– y reclamó que le tomasen juramento y lo contasen como enrolado porque, sin eso, –le dijo al escribiente–, y sin arrancar en la primer partida que saliera a juntarse para empezar de nuevo, nunca mas iría a dormir tranquilo.
Y ahora justo venía a ser él lo que no dejaba dormir en paz a la tropa. Mejor dicho: sería él o causa de él porque si no empezaba él con la cantilena desde lo oscuro saltaban las voces que se le anticipaban para burlarlo o incitarlo.
No bien hablaba uno poniendo voz de godo marinero quien siguiera despierto lo festejaba y se reía. Casi todos reían cuando escuchaban a un imitador diciendo o cantando. En cambio si se lo oían a él al revés: agobiaba, daba como una tristeza y rabia y al mismo tiempo y ganas de que se calle de una vez.
Él no festejaba burlas ni imitaciones. Pero escuchaba atento y al reflejo de algún fogón o al relumbrar de la brasa de un chala que pitaba ávido daba la impresión de medio sonreír.
Y si hablaba era para corregir algo que le estaban copiando mal. Mas que enfadarlo parecía que se daba por satisfecho con que se escuche lo que quiso decir aunque diera a reír a todos y aunque el que lo repetía se estuviera burlando y no creyese nada de lo que le copió.
Había uno con jeta de mazorquero y que por eso mismo lo llamaban Mazorquero aunque se conocía que fue procurador con diploma en Chuquisaca y hasta la víspera del día que pidió juntarse con los que iban a volver a empezar figuró como letrado de la Legación del Litoral. Poco que ver con mazorqueros, pero, en el fondo, las ideas son casi las mismas: vivir de los gobiernos.
Fue el que mas le discutió la primeras veces, cuando todavía pensaban que valía la pena discutirle, y en esas últimas noches era el que lo imitaba mejor.
Poniendo voz de ceremonia para destacarse y que lo oyeran, recitaba el Mazorquero:
–Y que ningún criollo vaya a sentir que no haberlo sabido era ignorancia, porque nuestro invitado, antes de servir en la flota de mar era también de los que se creían que cantos de marineros como el "Boga Boga" o el "Mi Bonito Se Fue Por Los Mares" que las gentes entonan sin entender eran güevada que cuanto mas se las escucha mas güevada parecen. El sabe bien –decía y, alumbrado amarillo por la linterna de parafina, señalaba a la oscuridad– cuánto cuesta meterle en la cabeza a un milico pueblero o a un pajuerano de fortín que los viejos marinos no exageran cuando hablan de que al canto de los marineros nadie lo va a entender del todo hasta que padezca algún naufragio o una desgracia grande de mar...
A esa altura empezaban los gritos desde el oscuro:
–¡Naufragio ! ¡Transnluchada impestuosa ! –Podía oírse una voz.
–¡Vías de agua en el codaste que no hay quien pueda, no hay quien pueda, no hay quien pueda... Reparar.. ! –Canturreaba otro.
–¡Veráis cuando la nave encalle y tengáis que abandonalle..! –Decía alguien mas y parecía la amenaza de un fraile loco.
–Hasta la rocas, hasta las rocas os lleva el mar... –Era lo único que sabía decir el domador chileno de voz finita. Y siempre lo repetía.
–¡Que hasta las rocas arrastre la corriente al marinante y hasta las bolas se entierre entre las olas el que le cante..! –Ese era otro chileno, medio borracho pero buen payador.
Y pocos acertaban con la gramática arrevesada del marino. Si hasta se podía oír:
–O hacerois encallar en la costa o dejarseis llevaros por las corrientes hasta que las rompientes de las rocas del mar le naufragareis..
Y así seguían hasta que el mazorquero, o alguien con mas idea y condiciones de imitador, copiaba una de las frases que mas le gustaba lucir al marino:
–¡Hasta que una tormenta desarbole ñamave y la escoree tanto que las olas se desmadren direictiño a la bodega y el hombre sepa que todo se termina, no se hará carne en nadie la veracidad del canto del marinero en estos tiempos de urbe toda alumbrada a gas y puro ferrocarril y güinchisters de repetición..!
El marino nunca había nombrado güinchisters ni reilgüeis.
Al fusil él lo llamaba "rifle" como los godos. Y a lo que ahora empezaba a nombrarse "trenes" le desconfiaba tanto que si una vez los mentó, les habrá dicho "convoys" a la manera de sureños y brasileiros.
Pero el mazorquero, como la media docena de doctores y bardos que siempre andaban revolotéandolo, estaba envenenado contra las máquinas y no desperdiciaba la ocasión para decir lo suyo antes de cerrar con un alarido que parecía en verdad grito de mazorquero y despertaba al mas cansado:
–¡Oid carajos..! ¡Escuchad ahora al hombre y no vayáis a creer que lo que habréis de oír es bolazo venido de dichos que cuentan los sabaleros de la boca del Río Reconquista..!
Sabaleros son los que viven en ranchos horcajados en postes de sauce en las orillas del zanjón del puerto.
Zarpan de noche en sus falúas para tirar la red y levantar su pesca: sábalos rechonchos cebados con las sobras que la correntada arrastra desde los mataderos. Al sábalo lo venden para hacer jabón de gelatina y velas finas a las perfumerías y parece mentira que los franceses pidan para hacer sus velitas sin olor algo tan hediondo como la pescadera que cargan esas carretas de sábalo, que, de mañana, cuando suben la barranca de El Retiro, hasta el mercado de la Victoria llega el olor a sábalo podrido, no importa el lado para el que vaya el viento.
Pero mas que de la pesca, el sabalero hace su plata por los chelines que junta en el fondeadero cuando llega una temporada de carga.
Basta que entre un barco británico para que salga el sabalero a darle servicio y así se pasa días rema que te tema parado en la falúa y cantando shangós de negros para darse ánimos y no quedarse dormido mientras carga, descarga o le hace alcahueterías a la oficialidad.
Boga parado mirando adelante como postillón de carroza y en épocas de carga se lo ve ir y venir día y noche con las falúa atosigada de ferretería británica y cajas con ajuares de contrabando para las tiendas.
Si lo arrastra a una leva, el sabalero entra al cuartel contando como propia cualquier historia que le sintió decir a un marinero o a un peón de muelles que como él mismo nunca tripuló nada mas allá de los playones de Quilmes, o de la Banda Oriental del Uruguay en el mejor de los casos.
Bastaba que mentasen los sabaleros para que el marino saltara a corregir y arrancara de nuevo con su cantilena de la flota.
Y entonces sí mas de uno, deseoso de dormir y encarpado hasta la coronilla bajo su poncho, habrá pedido al cielo que se muriera de una vez, o que se murieran todos de una vez para no escuchar mas y hundirse por fin en el fondo de algún pozo sin ruido.
Muerto, por milagro, hasta el momento, nadie había muerto.
Y que se muera, mas que a ninguno se le debió desear al cordobés que perdió un tobiano, el potro que el fraile de Mercedes donó para que le entregase como prenda al cacique si se daba la necesidad de apaciguarlo.
–No maten pampas, no se dejen matar por un malón, esténse siempre bien lejecitos de la indiada... Y si les cruzan sean mas amistosos que ellos y van a ver que se los ganan... –Dijo el de sotana y se entendió que quería decir que cuidasen la pólvora que el Señor la creó para apurar al infierno a los herejes de Cristo y al Sanguinario Hispánico y no para asesinar salvajes que, según él, eran los inocentes mas preferidos de Dios.
Buen domador, el cordobés venía encargado de cuidar los pingos de remonta, pero chuzándolo para mostrarle a una china el corcoveo del potro, en una distracción le permitió escapar. La caballada estuvo arisca toda la jornada y pasaron muchos días y al desmontar y reunir los pingos antes de hacer noche seguía sintiéndose la falta de ese brillo nervioso del tobiano del cura.
Y quien por recordar al potro y su pelo lujoso y quien otro por acordarse del fraile, todos habrán rezado alguna vez pidiendo que el cordobés se desnuque en una rodada o que le caiga encima del cielo una de esas piedras que pasan de noche ardiendo y van a dar al valle de los cometas entre las sierras de Tandil.
Hasta dormido se le deseó la muerte. Y a nadie le pareció que la espantada fue una tontera de momento, ni un accidente que a quienquera le puede llegar a ocurrir. Pura maldad, pensaban todos.
En cambio bastaba que el marinero cerrara la boca o que se apartara a la vanguardia cuando las bestias olisqueaban salvajes cerca, para que nadie le deseara daño y todos lo respetaran, igual que cuando estaba dormido, manso.
Era uno de esos que, haciendo, convence mas que con cualquier cosa que se le oiga decir, pero como nadie puede cerrarse las orejas basta que abra la boca para que la gente sople y busque verle la cara a otros para mirarse compadeciendo lo que van a tener que aguantar.
Pero la vez que se le oyó gritar:
–¡Por el sol..!
Y mas cuando para explicarlo refirió que hasta el pirata menos disciplinado sabía que viendo de dónde salió el sol bastaba orzar o derivar conforme al viento para rumbear al lado contrario del horizonte y así ganar el oeste, que en el Mar Sur siempre va a dar a tierra firme, los que entendieron dijeron sí. Y los mas cavilosos se dieron a pensar que, de tarde, mirando el punto por donde baje el sol, tendrían noticia justa de cuanto se fueron desviando por no tener en esa pampa nada hacia lo que enfilar y por las propias distracciones que comete el hombre cuando anda medio desorientado.
No sé si se comprende, pero esa noche a todos les resultó tan atinado que les nació como una gratitud con el marino, mas no por eso iban a dejar de escaparle cuando amenazaba empezar la cantilena, ni dejarían de festejar a los que se burlaban, que cada día eran mas y que el hombre escuchaba como si se rieran de otro.
Aunque pensándolo mejor, si por las risotadas entendió que lo estaban burlando, no es de descartar que se diera por contento con que sus dichos se repitan y que cada quien lo tome como quiera tomarlo, puesto que para eso debió haberlos repetido tanto.
Mirar de dónde sale el sol: quien mas, quien menos, todos se habrán dormido reprochándose por qué esa idea no se les cruzó por la cabeza a ellos.
Pero por cuerdo que sea el hombre, él propone las cosas y es siempre la desgracia lo que termina disponiéndolas.
Así en los pueblos como en la pampa, o al menos en esos lados de la pampa y en el tiempo contado desde la noche en que el marinero gritó la idea del sol, y hasta cuando ya nadie mas la quiso recordar, el sol nunca nació desde ninguna parte.
Amanecer en esa pampa quería decir ver de repente que el cielo negro se iluminaba y que bien alto arriba se le formaba como una cúpula de fuego anaranjado.
Por ahí debía andar ubicado el sol, pero tan lejos, y a tal distancia del piso del horizonte, que para averiguar por donde había empezado a levantarse, un hombre iba a tener que aguantarse quieto todo el tiempo, mirándose la sombra y clavando una cañita cada media hora para después seguir con un solo ojo la línea de cañas o de estacas, que, si había una lógica en todo eso, tendría que acabar apuntando justo al sitio donde debió haber iniciado su recorrida el sol.
Venía a ser una cuestión de paciencia: justo a esa altura de la marcha cuando a cualquiera se le podía pedir de todo menos paciencia.
Al principio se habló de tener hormiga y la tropa se dió a decir que tenía hormigas, pero después uno habló de que tenía lagartijas, vino otro que por gracioso lo agrandó mas y dijo que él tenía una culebra, otro figuró que el tenía serpientes yarará y al final varios terminaron diciendo que sentían potros cimarrones galopándoles. Cada quien lo agrandaba como podía buscando la forma mas graciosa para decir que sentían un movimiento incontrolable de algo animal, justo en ese lugar, en el culo.
Venia la luz y ni matear buscaban. Pensaban nada mas que en arrancar y avanzar y ni tiempo se daban para discutir desde cual rumbo habían venido a dar al sitio donde les tocó hacer noche: saltaba uno y señalaba un lugar con su rebenque, y en cuanto terminaba de ensillar y alzar las cosas, todos apuntaban para ese lado sin que nadie se lo discutiera. Por instinto, los caballos caracoleaban, resoplaban y sacudían las crines tascando el freno y dándose ímpetus para salir galopando en esa misma dirección.
El plan de sol, para los que pudieron entenderlo, decía que cuando el sol se pusiera el lugar mismo donde lo viesen desaparecer, iría a enseñar la corrección, o sea, lo cuánto se habían venido desviando del rumbo a lo largo del día.
Pero tal como salía el sol también la noche bajaba de repente, como si además del sol, a todo lo que había sido luz y camino se lo hubiera tragado aquel vacío de la pampa.
Ese vacío que mas de uno pensó que iba a terminar chupándoselos a todos.
Y no de a uno en uno: a todos de una vez, tal como venía haciendo con el sol y como el día menos pensado estaba por hacer con el verano, con las chatas cargadas de cajas de fusiles y munición que siempre se demoraban y con todas las cosas, menos con esa tierra de pasto tan igual legua a legua y semana tras semana, que era imposible calcular como podrían hacerla desaparecer.
El sol arriba, la tierra abajo, y adelante mas tierra igual. De noche y todo alrededor, la pura oscuridad y el picoteo lustroso de las estrellas techando.
Atrás, uno que otro quejido de hombre en sueños y el griterío salteado de las chinas, que ahora que nadie se arrimaba a pedirles servicio, hacían ruido entre ellas para que se creyera que algún hombre había vuelto a solicitarlas.
Ya tendían miedo de que por no necesitarlas, una mañana los hombres les quitasen la carreta y los pingos y las dejen ahí para que se las lleven los salvajes si antes no las prendía fuego el sol o las helaba la primer noche del invierno que debía estar pronto a venir.
Pobres chinas: de tan montadas por milicos puebleros, debió habérseles hecho una doctrina el miedo al indio, y ni se les cruzaba el pensamiento de que en la toldería no la iban a pasar peor que carreteando siempre media legua o media hora atrás de la tropa.
Porque seguro los salvajes las solicitarían menos salteado y las obsequiarían mejor que estos que mas ganas tenían de llegar y juntarse con los que iban a volver a empezar, cuanto mas seguros estaban de no estar yendo hacia ninguna parte.
Huellas, jamás ni una pudieron encontrar.
¿Quién no tiene oídas historias de baquianos que encuentran huellas donde nadie las supo ver, y van marcándolas cortando yuyos mordisqueados por la hacienda de un rodeo, mostrando raíces pisoteadas por un potrillo de dos meses, y confirmándole al descreído que andan siempre en lo cierto anticipando cuando tendrían a la vista una res carneada por la tropa, o un rescoldo de leña de una fogatas y señalando lejos el sitio donde tendrían que aparecer esos montones de bosta en seguidilla que marcan el lugar donde pampas o cristianos estuvieron haciendo noche..?
No tenían baquiano. Habían pagado un baqueano que comprometió esperarlos en un puesto de la estancia de Duarte, atrás del bañado de Tortugas.
Pero cuando pasaron por el puesto encontraron a una india feísima con que tenía un solo diente arriba. Era la mujer del baqueano.
Parecía vieja. Temblaba toda por el miedo. Pero si había parido esos dos chicos, que decian ser los hijos hijos del baquiano, tan vieja no debía ser.
Cuando pudo hablar, dijo medio en castilla medio en pampa, que los que le pagaron al marido habían pasado muchos días antes, que el jefe era un coronel y que la comitiva de mas de cuatro manos –serian cuarenta– con carretas y mucho gauchaje a la rastra había rumbeado de prisa al sur porque hacían posta esa noche misma en los corrales de Buenos Aires.
Empezaron a creerle cuando les mostró un tirador con las monedas que había dejado el coronel: libras británicas y pesos fuerte con cuño de oro, mezcladas con muchos cobres del Paraguay y contos dorados del Imperio del Brasil.
Muerta de miedo, quería devolver el tirador y dejarles el mayor de los críos que les juró que ya era muy baqueano y hasta mejor peleador que el padre.
Contenta ella y triste el chico quedaron cuando nadie aceptó sacarle las monedas y todos se jactaron de que se las iban a arreglar sin baqueano.
Después, cuando se vio que ni uno era capaz de descubrir huellas ni de adivinar cosas conforme el estado del pasto, unos se lamentaron no haber traído al chico, y otros los consolaron hablando de que estaban mejor así, porque con tan mal ánimo ningún baqueano les iba a durar y a la primer desesperanza le iban a cargar la culpa de todo y ya estaría degollado, o tan enemistado que los iría arreando directo a donde olfateara que podía estar el malón.
De las mentadas marcas en el horizonte –el palo, el árbol, la lomada, el pastizal de un color diferente: todo lo que se enseña en la milicia– ni una vez alcanzaron a ver ejemplos en tantos días de marchar ilusionados con el punto de encuentro.
Casi seguro muchos habrán pensado en el viento. Y mas por el rencor que les quedó después del entusiasmo con el método del sol.
Sin exagerar ni un poco mas: aunque pensar, lo que se dice pensar, es algo que se le podía atribuir a pocos de los que tuvieron idea de volver a empezar, y casi a nadie entre los que se les fueron agregando, no es difícil que alguien también haya pensado en el viento.
Porque esta pampa te hace cavilador: será la forma de marchar, que a los pocos trancos acompasa a hombres, montas y animales de carga. O por el silencio de las paradas.
¿O por la tanta luz que palma y no bien se hace el oscuro, comés algo y te caés dormido hundiéndote ahí como cascote en la laguna..?
Cascotes no. Y mucho menos piedra: ni una se alcanzó a ver en tantos días de marcha. El suelo siempre igual: pasto y mas pasto. Y hurgando bajo el pasto, terrones negros y tan secos que no se entiende como se las compone el yuyal para guardar un verde tan fresco que se nota por el engorde de la monta y de la carne de reserva mas que con los ojos, que se acostumbran rápido a ver verde y todo puro verde hasta que el sol se esconde y no se ve mas nada.
Ya en una de las primeras noches, ya punto de dormirse, alguien hablaba de dar gracias al pasto porque si no ya habrían clavado guampa en la tierra, y cuando desde lo oscuro sonó una voz diciendo que a ese pasto lo regaba el rocío, y, aunque nadie había visto rocío y nunca un poncho amaneció mojado ni con ese olor a bicho que le vuelve al pelo de la vicuña con la humedad, se dijo que el hombre debía tener razón.
Varios se habían dormido. Se oía roncar de un lado y de otro, y después la cantilena del de la flota que había cantado por primera vez:
"los boniiiiiitos barcos del asia...
los boniiiiiitos barcos de aquí...
alguno me llevará lejos,
lejos, muy lejos de ti....
bon bon,bon bin
bonita no llores por mi..."
Cantaba para el solo: nadie lo quería oír. Pero en aquellos primeros dias de marcha después de resignarse a tantas cosas con tal de ir a juntarse con los que querían empezar otra vez, era mas fácil tolerarlo que encontrar voluntad de pedir que se calle, hasta cuando se ponía mas pesado, cambiaba de tonada y poniendo voz gruesa de africano repetía:
"que mal... que mal.... que mal
que mal armé mi barco...
la proa parece un balcón...
a popa parece zapallo...
las velas parecen cartón...
y el mástil, el mástil...
que mal armé mi mástil...
parece rezarle al tifón
que venga que venga
que venga el temporal
y el barco malarmado
se vaya al carajo en el mar..."
Alguno ha de andar todavía vivo capaz de recordárselo mejor.
Tanto repitió el canto en esos primeros días de marcha que antes de que le quedara El Marino, los que no le sabían el verdadero nombre –Esteban– le decían "malarmado", y los mas puercos "el malarmeado".
Ahí en la peor la oscuridad cada cual sabía bien donde tenía su poncho porque lo que empezó como una fila tipo milicia, con cuerpos estirados a la par todo a lo largo de un potrero, los pies para el lado de los carros y la cabeza apuntando del lado del fogón, había terminado formando ese redondel, que era cada vez mas respetado y cada vez mas se parecía a un círculo dibujado, copia del horizonte igual que los tenía siempre en el medio, dando vueltas y vueltas, camino de borrachos.
Borrachos sin tomar. Por cansancio, por pampa y por desánimo: tres venenos peores que el peor aguardiente y que a cada quien le producía el peor efecto que su vida y los daños que debió haber hecho en su vida lo hicieron merecer.
En un lado, los mas juiciosos se resistían al sueño y no era fácil hacerseló reconocer pero igual que a éste que cuenta, algo del canto del marinero se les clavaba en la memoria, y anticipaban con la mente las repeticiones de palabras y estribillos de versos pensando que alguna vez, bajo un alero en un rancho, o haciendo noche en una tierra mas amistosa, tratarían de cantarlo.
Eso, a condición de que no hubiese presente alguno de los que ahí estaban cayéndose dormidos, para no llevarles un mal recuerdo.
Se sentía alguna puteada contra el marinero, y la voz zeceosa volviendo a empezar:
"no me gusta la carne
no me gusta los libros
me voy al mar, me voy al mar
no me gusta la gente
no me gustan las casas
me voy al mar, me voy al mar
ni esa hembra ni ese crío
ni el jardín ni la estufa
son para mi...¡ me voy al mar !
prefiero las tormentas
prefiero naufragar
porque ahogado en el fondo
sabré cantar sabré cantar"
–¡Putas que los parió al marino.. ! ¡Se me pegó el cantito.. !–Protestó un teniente chiquilín, como que hablaba para si, pero a la par de unos criollos que le habían hecho custodia en una avanzada.
Se contó que lo había dicho sin rabia y que con medias palabras les dio a entender que cada vez que montaba y aflojaba las riendas empezaba a sonarle dentro de la cabeza "mi boni, mi boni, mi boni".
Que el pingo, –el suyo o cualquier otro de remonta que ensillara para darle un respiro a su zaino– también parecía conocerlo y moverse marcando el paso del cantito. Y que ni trotando ni galopando –dicen que se quejaba– conseguía parara de sonarle dentro de la cabeza y en las patas del pingo.
Por maldad o por vergüenza, nadie lo quiso consolar y se murió mucho después, lanceado por la caballería del Imperio y sin saber que a muchos les estaba pasando igual, pero que no tenían las bolas colocadas como tendrían que estar para reconocer que a ellos también se les había metido.
Por ahí alguno, rezagado o medio alejado de la formación, se lo habrá dicho a su caballo en secreto. Pero reconocerlo era tan difícail como hablar de que no estaban haciendo mas que dar vueltas y vueltas al eje de la noria invisible del medio de la pampa. Estirando un cascarón de yuyos. Un pedazo apenas de la Ceación que dejó Dios nada mas que para que ellos y uno que otro araucano siguieran vivos, ignorantes de que ya había pasado el fin del mundo.
Guardarse para uno mismo la tonada o los versos que se le habían pegado para siempre, y hablar de formas de estar seguros de ir en línea recta aunque sea por una jornada, era la única manera de dar a entender que uno también estaba sintiendo algo parecido.
El que dos noches seguidas soñó que había un viento que quebraba mástiles altos y anchos como la torre de la catedral, y nunca en su vida había visto un mástil, habló del viento.
Se dijo que amaneciendo el viento era fresco y, tan fuerte, que era capaz de mantener un poncho medio acostado en el aire. Que después iba bajando hasta que apenas daba para que flote el gallardete de la escolta y que, cuando todos querían parar por el hambre y ya la luz que del mediodía que encandilaba no permitia ver mas, el viento ni se sentía, la bandera caía pegada a la tacuara y bajo las sombrillas de ponchos que se armaban para matear y masticar el charqui de mediodía se notaba que el humo del fogón del mate y de los cigarros de chala se iba derecho para arriba.
Hacia arriba: no al cielo, porque esos medio días el lugar del cielo lo ocupaba una plancha de luz con un centro redondo amarillo quemante, que debía ser el sol.
Cuando después del mate se siesteaba, y después, cuando a empezaba la segunda posta de la jornada, el viento volvía a empezar y seguía creciendo hasta que se hacía noche y como dormían tanto, nadie sabría hasta que hora seguía aumentando, ni a que hora empezaba a aflojar.
El último en dormirse nunca debió llegar a mas de tres o cuatro mates de los primeros ronquidos, o a la tercer pitada, en esos días en que quedaban tabaco y chalas para armar.
Los que oyeron esa conversación del viento, no bien se hizo la luz lo hablaron con todos, y hasta el momento de palmar como muertos sobre los cueros no se habló ni se pensó en otra cosa.
–El viento es lo menos de fiar que hay... –Cabildeaban y en eso estuvo de acuerdo hasta el marino.
El viento no es de fiar, es puro aire y puede ir para cualquier parte.
Allí seguro que le pasaría como a ellos: arrancaría yendo para a cualquier parte y de a poco iría cambiando la dirección, según las horas y según vaya a saberse por cuál otra razón si hubiera alguna razón en las cosas.
El marino aprovechó para volver a la cantilena de la flota y dijo que en el mar el viento cambia y arranca del norte y termina viniendo del sur en días normales. Cuando hay tormentas, da vueltas desde el este al oeste y al norte y para ver de donde viene da a lo mismo mirar la brújula que mirar como llueve porque si está dejando de llover y refresca, seguro ya esta viniendo desde el sur, y si sigue caliente el aire seguro viene de un sitio entre el norte y el este.
Allí tampoco se comprendió la explicación, pero oír la palabra brújula y empezar todos a putear contra todos por no habérsele ocurrido a nadie traer una brújula fue casi lo mismo.
El marino apaciguó a los recriminadores cuando dijo que nunca a nadie de la flota se le ocurrió llevar bolas –las boleadoras– ni rebenque a los barcos, y por eso a ellos le sucedió lo mismo.
Eso sí se entendió pero por el calor de la siesta o por la rabia de no tener brújula y llevar en cambio tanto rebenque al pedo, ninguno lo festejó como un chiste, y si pudo haber habido uno que lo escuchó como chiste supo aguantarse las ganas de reír.
Ni hablar de las estrellas. Todos sabían reconocer las Tres Marías, el Lucero y la Cruz del Sur. Pero ahí caía la noche y al mismo tiempo que el Lucero tan verde, aparecía blanquísima y bien alta la Cruz del Sur con los brazos apuntando a los lados, el pie hacia abajo, hacia la propia pampa, y la cabecera apuntando hacia la parte del cielo donde no había ni una estrellas y debía ser sur del firmamento.
¿Pero de que iría a servirles conocer ese sur, que aunque de día se lo pudiera ver y se mantuviera todo el tiempo a la izquierda de la formación, si giraba, y tal como parecía girar, los haría hacer girar también a la par a ellos.
Y si como la cordura invitaba a pensar se quedaba quieto allí en su lugar: ¿No iba a tenerlos para siempre, igual que ahora, girando alrededor de algo que, por mas alto o lejano que fuera no podía impedir que giraran y no parasen de girar y girar..?
No pensar, mejor.
Buena señal fue que cada vez mas seguido aparecieran osamentas. Y en cabezas de vacas y caballos blanqueadas por tanto tiempo al sol casi siempre se encontraba un nido de hornero recién terminado.
Eso algo debía anunciar, aunque el yuyo seguía siendo el mismo, siempre igual, y ni señales de arroyos, lagunas, montes, taperas, ni cosa que se pareciese a restos de fortines
Los pájaros, pobres bichos aquerenciados donde ni árbol, ni poste, ni piedra elevada hallan para anidar, se conforman con lo único que sobresale un poco de los pastos y empollan huevos y pichones al alcance de culebras, cuises y sabandijas de la tierra que ya han de haberse hecho un vicio el gustito del ave pichona y sus huevos.
El pasto seguía igual, pero nunca faltaba uno a quien le daba por decir que estaban pasando por un brocalón de tierra blanda, y pretendiendo que todos vieran pasto mas verde y fresco, detenía a la tropa para cavar y rabdomar y probar que ahí nomás había agua.
Eso pasa por tanto oír historias sobre travesías con sed y de campañas donde la sed hizo mas muertos que la indiada, la peste, y el salvajismo hispánico. Pero sobrando tinas de barro y toneles de pino con agua buena de Córdoba no había mas razón para atrasarse leguas que darle el gusto a uno que se sintió en el deber hacer noticia.
–Acá sí...
Siempre había uno que le daba la razón al que se encaprichaba en demostrar que era tierra mas blanda, pasto mas fresco, yuyo mas verde. Y siempre se formaba un pelotón que los rodeaba y les decía que no vieran visiones y que miraran siempre adelante, para no terminar de volver loca a la tropa.
Otros veían un humito, lejos, siempre en el horizonte. Al principio, se apretaba el paso, algunos arrancaban a galopar, las chinas y los reseros que venían a cargo de los animales de carnear empezaban con alaridos y reclamos porque no querían que los de buena monta los dejasen atrás, y cada humo que se creyó haber visto se producía una reyerta y a la noche, calmados los ánimos, todos, menos el que dio la voz de alarma terminaban reconociendo que no habían visto nada.
Volvieron a encontrar una calavera de caballo con su nido de horneros.
–¡Pobres bichos ! – Habló alguien.
–Al menos vuelan... –Le contestaron.
–En el fuerte de Montevideo, cuando el sitio, los franceses subían en un globo de colores, a vapor de carbón...
–¿Alguien lo vio a eso?
–No... Yo lo sentí decir a las tropas de López y Lamadrid cuando vinieron a hacer diana en el funeral del gobernador...
–¿Y lo creistes vos..?
–Y si.. Les creí. ¿Que mi costaba creír? –Hablaba así el del funeral para que no se le notara la tonadita paraguaya.
–Yo globos vi subir, fueron tan alto arriba que ni se vieron mas, pero eran nomás así de grandes... –señalaba con la vaina del sable patrio– como una carpa de carreta a lo mas...
–Con globos de esos podés subir y ver de lejos todo lo que haya...
–En esos que yo vi, que eran así –volvía a señalar–no cabía un francés ni nadies...
–Si hicieran globos grandes se podría ver...
–Mierda verías aquí...
–Pasto y mas nada, verías aquí...
Cansados, sabiendo que de un momento a otro iba a oscurecer, a uno que le había dado la locura de apartarse encontró una cagada y se apareció al galope gritando:
–¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Y despues dijo señalando a un lado:
–¡Vi mierda! ¡Yo hallé mierda allí ! ¡Menos de media legua de donde estamos ahora..!
Todos, hasta uno que no entendió, se le arrimaron y desmontaron para abrazarlo, y a los que se fueron arrimando al llegar apelotonamiento de caballos apeaban y los abrazaban y les repetían "mierda mierda", locos de contentos.
Esa noche salían del oscuro voces que hablaban, sin saber bien con quien, porque tendido culo arriba y encarpado en el poncho es difícil que se te reconozca por la voz.
–Fresca al parecer era, uno que andaba bien cerquita debió ser el que la cagó...
–Lástima nos haya desertado el baquiano...
–Lo engañaron... Seguro que los que dejaron el tirador con tantas libras eran los Nacionales...
–De ser así quiere decir que alguno fue y contó...
–¿Que lo contó a qué ?
–Que íbamos...Que veníamos.. ¡Que vamos a empezar otra vez! ¿Que mas iban a necesitar saber ?
–¡Lástima no tener baquiano..!
–Por ahí mejor que no haya...¿Cuántos éramos ?
–Trescientos, creo...
–¿Quien los contó ?...
–Nadie contó, trae desgracia contar.
–Contar sí, trae desgracia... –Era una voz de mas lejos, que acababa de meterse en la conversación.
–Ponéle que seamos cientos, raro con tanto cristiano criado en puro campo, no habemos ni uno que se dea maña para baquiano...
–Culastrones sí que debe de haber...
–Seguro que eso usté lo conoce en carne propia, paisano...
–Será cuestión de que se arrime y pruebe, aparcero... –Habló una voz cercana, que como parecía venir de arriba, a alguno mas debió darle impresión de que era uno se cabrió. Por eso salió a calmar los ánimos:
–En Mercedes, por mentar algo parecido, mataron a dos...
–Un baquiano sabría decir, mirando la suciedad, para donde iba el hombre, y si era un pampa o un cristiano... –Otro que quiso cambiar de tema.
–Baquiano es el que se da ánimos para inventar siempre, y tiene la fortuna de embocar todas las veces... –Pasó el tema de la carne propia, por suerte.
–Dice que la mierda del indio es seca, porque no come verde, nada mas carne y grasa come…
–Seca y dulzona, como la bosta de caballo es la mierda del pampa, porque el salvaje no usa sal...
–No sé... Yo no probé... –Era un chiste pero nadie lo festejó.
–Eso de no usar sal fue antes... Ahora el pampa copia todo al cristiano... ¿No es verdad?
–Sí que es verdad... Yo en la frontera vi uno que no mas le quitó el facón, la bota y las espuelas a un oficial muerto y hay mismo se los calzó...
–Yo vi indios con reloses y cadena de plata...
–No sabía andar calzado... Andaba como pisando abrojo y agarrame que me caigo... Grandote, el pampa, se pegaba en la panza como si en vez de esquilmarle, se lo hubiera comido al oficial...
–Al indio le gusta mas el aguardiente en botella que el de ellos mismos, ese de los jarritos de barro horneado... ¡Son capaces de cambiarte dos mujeres nuevas por una libra de chocolate del Brasil..!
–¿Se atreverá de veras un baquiano a sentirle el gusto a una mierda de indios.. ?
–Se atreve, o hace como que se atreve: toca con este dedo, y lo lengüetea con este otro... –Seguro que sacaba una mano de abajo del poncho, pero nadie lo iría a mirar.
–El baquiano bolacea y acierta siempre...
–Adivinan... Hay gente que tiene el don...
–Pero ahora los indios saben ponerle sal a todo a todo... ¡Seguro que también se roban sal en los malones !
–Hacen de todo menos sembrar... Si nos vieran comer patata y chaucha, ya andarían ellos alzándose con toda la verdura en los malones...
–Podridos de lo verde tendrían que estar los pampas si se criaron aquí...
–¿Pescado comen che en la flota..?
–Casi jamás...
Fácil se reconoció la manera de hablar del Marinero y ahora se me hace que se sintió el ruido de varios acomodándose los cueros y los ponchos para taparse y aguantar mejor la cantilena que se vieron venir. SI fue así, acertaron porque el hombre fue arrancando de a poco:
– Pez casi jamás se come... El la flota de mar no hay quien quiera pescar, en la flota de mar se caza el pulpo y el pez vaca, que es como un perro que acompaña a las naves y se lo arrebata con lanza y cabo engarfiado... Sabe como a la carne de ternera... Pero el marino...
–Ahí arrancó... –Confirmó uno...
–No.. No... Oye tú... Aprende esto... ¡Que los marinos no gustan de comer al pez vaca pues cuando lo alzan con garfio y cabrestantes, gime como personas..! ¡Llora y quien lo haya oído gemir no puede hincarle el diente!
–Suerte que no canta el pez vaca...
–Te he dicho que llora y es como un perro... La carne se la dan a los prisioneros... Y el oficial de mar.... –Era la voz hispana.
–¡Canta..!
–No... El oficial pide para sí los sesos y la partes de bajo vientre, si es macho... Oid esto...¡El macho tiene sus partes como las de un burro y los oficiales las cuecen en aceite y las devoran..!
–Como los correntinos que se comen la criadilla del toro antes que nada...
–Los marinos prefieren el pulpo y la langosta canastera que se le dice la calamara... El canto dice así... –Iba a cantar.
–¡A babor en la jarcia, que la carne esta triste..!–Se le adelantó una voz áspera, como de tomador, aunque aquella noche nadie había dispuesto de ración de caña ni de vino.
– ¡Y a los libros del mar tu también los leíste! –Era alguien que habló desde lejos, y que imitaba bastante bien.
–No es así... El canto dice:
Calamar Calamar a la mesa
que te quiero comer la cabeza
a mi pies a mis pies hubo un pez
que boqueaba diciendo tal vez
cuando bajes al fondo del mar
serás tu quien esté en mi lugar
Aquel día el Marino había andado por la vanguardia y con una monta de reposta. El caballo era un mañero de esos que mas vale dejar que engorde y venderlo para que lo cocinen vivo en el autoclave de una fábrica de velas. Medio ignorante de animales, le creyó al pingo que se había resentido una pata y, –cosa de viejos– se negó a venir de vuelta en el anca de alguno de los chiquilines que habían salido a otear con él. Ya estaba por caer noche, y se hizo sus leguas de a pata, trayendo al mañero del cabestro y con la carabina terciada en la espalda.
Debió ser por eso que se durmió de los primeros: gallegueó dos o tres veces la Calamara y no se lo escuchó mas ni entro en las ultimas conversaciones.
Eran unos que hablaban bajito pero, por eso de empujar cada palabra con el aliento, se los oye mejor que si hablaran sin miedo a despertar o a decir algo que alguien no tiene que enterarse.
Contaban que de un tiempo a esta parte la mujeres estaban diciendo "ponete en mi lugar" cada vez que protestaban por algo. Que era una manera de hablar que empezó en el teatro de los corrales, y enseguida copiaron las damas de la catedral.
–Las mas putas de todas...
–Unas mas, otras menos... Todas igual son.
–Dice mi mama que mas ricas son, mas fácil se le hace hacerse putas, porque tienen criadas que les preparan baños todos los días...
–¿De veras?
–Dijo mi mama... Cosas que dicen las mujeres...
–A mi me daba por culiar lavanderas si había morenas o mulatas..
–Nunca yo..¿De veras son mas limpias?
–Vaya a saber... Yo nunca me fijé.
–¡Pero yo te vide unas nochecitas ir con las chinas de las carretas...!
–Y a quién no lo videron...
–Al cura... Al loco Clueco.
–El loco Clueco se culia ovejas y yeguas... Nada mas.
–El animal tiene de bueno el no pedir plata...
–Y es mas limpio... Ellos mismo se lamen entre ellos...
–Las chinas mismo se lamen entre ellas...
–Pero al ratito se vuelven a empuercar...
–Se lavan nomás cuando tienen la sangría...
–¡Que chinas puercas..! ¿Sintieron el jedor que largan cuando les viene la sangría?
–Hay quien llega a tirarle ese jedor...¡Les calienta el jedor!
–Hay loco para todo...
–A mi me gustaba culiarme lavanderas y ni pensé que eran mas limpias o menos sucias...
–Ponete en su lugar...
–¡Ponete un dedo en el bujero donde no te dio el sol y deja de hablar guevada..! –De nuevo se escuchó al que quería dormir.
–Disculpemé paisano... ¡Ni se me había cruzado la idea de que mañana tiene que madrugar para alzar la cosecha del máis..! –Le contestú uno y cantó:
A dormir... A dormir
dijo uno sin saber
que se iba a morir...
Ahora empezaban dichos de pulpería pueblera. Recitó otro:
Negrito Negrito,
dijo el abuelo,
quedate dormidito
aqui en el suelo
antes que el perro ladre
y antes que empiece
a culiar tu madre...
Era un dicho de los payucas, que todavía hoy siguen creyendo que las negras son mejores o peores, pero distintas, tal como les mintieron en tiempos del esclavismo Español. Cantaba ahora un payuca:
por que las lavanderas
se harán tan putas...?
taran tan tan tuta
tarán tan tera
porque entran en el río
se lavan solas
me lo dijo mi tió
¡suerte que haiga olas!
–Y lavate las bolas... Y una mas y dejar dormir o cargo los trabucos y les aujereo el ponchoa todos de macramé... –Gritaba ahora la del que pretendía dormir.
–¡Cantá la del doctor...!
–No hoy canto otra mejor... La canta el Lopecito de Lamadrid que la aprendió en los viajes...
–Ya se... ¡La del portugués que se hace encima de gusto..!
–No... Esa no me la pude todavía aprender todavía.. La de los sacristanes, sentila y aprendetelá:
la señoras pudientes
son todas putas
por que tienen sirvientes
y los disfrutan
las negras le hacen baños
de agua caliente
los negros les dan duchas
de lecheirviente
–¿Que es lechirvente?
–Algo de la parte de la ducha, con regadora en flor...¿No es eso?
–A mi me da otra idea... ¿No Viste que los negros le dicen "laleche" a la salida del varón..?
–¿Al guascazo? ¡Que asco la leche..!
–¡Que porquería la leche!
–El masónico propugna leche para los grandes... Que de grande el hombre siga tomando leche en vez de vino.
–Los masónicos pidieron una Ley de Obligación para todas las iglesias que manda a las Iglesias dice que si quieren enseñar chicos, les tienen que convidar una copa de leche todos los días...
–¡Pobres criaturitas de Dios...!
–Mi tata quiere que el hijito que tuvieron ahora vaya a la iglesia para el catecismo y la cartilla..
–Leche le van a dar...
–Se va poner gordito y de los masones...
–Dicen que el señor Mi Coronel es de los masones...
–Decir, dicen todo de todos...¿Usté acredita que el señor Mi Coronel es de los masones?
–Ni creo ni dejo de creer.. Pero a Mi Coronel, no me lo hago de los masones...¿Y usted?
–"Dificulto dijo Orduna que a un chancho le salga pluma..." –Era otro dicho– Los masones mandan matar: el gringo Mitre, y el Cornelio Domingo Faustino que son los llevan la voz cantante de los masones y mandan matar ¡Y de que modo...!
–No me lo veo a Mi Coronel siendo de los masones y mandado a matar de gusto...
–No me lo veo al pelado Domingo Sarmiento tomando leche en copita...
–Yo me lo veo justo para eso... ¡Chupando leche..! Un tiempo que iban a nombrarlo de Plenipotenciario se lo veía todas las tardecitas en la peluquería de la avenido Real...
–Igual que el Mitre...¡Meta barbero!
–Pero el Mitre tiene pelo...El Domingo anda con toda la ropa arrugada y no tiene pelo...
–Se hacen hacer fomentos de ocalitos para salir sin arruga en los retratos... A eso van al barbero...
–Lo masones se la pasan haciéndose retratar...
–El obispo tiene toda la estancia de la catedral cubierta de daguerrotipos con la cara suya...
–El obispo dicen que culea y culea con las mujeres del club de la libertad...
–Las pintadas...¡Todas putas!
–No se me hace que un obispo se dea tiempo a culiar... Pero si culea, alla él...
–Y allá él, allá justito a la chucha de la madre puta que lo parió...
–Mas respeto... Será un obispo o lo que quiera.. Pero ese no manda nunca a matar a nadie... El obispo... –Lo interrupio el que quería dormir:
–Los voy a hacer cagar con una pedigonada de sal gruesa...Dejen de hablar güevada y dejen dormir a la gente... –Todos se callaron y escucharon que decía en voz baja: – ¡Payucas negros de mierda..!
Nadie se le retobó y nadie mas dijo ni una palabra. Se habrían creído que cargó el trabuco con perdigones de sal y se mandaron a dormir.
Eso es ser mierda: aguantarse cuando te dicen cosas así. Primero de todos se había dormido el marino: cosa muy rara. Es lo peor que hay, quedarse a pata. Mejor preso, que a pata. Mejor enfermo o apestado que a pata. Muerto podrá ser peor que a pata, pero es casi lo mismo. Aquí si vas de a pata, te comen los perros cimarrones en menos de dos días. Y si no hay perros, peor: quiere decir que va a haber zorros, jaguares y pajarracos de rapiña que te empiezan a cueriar antes de que termines de morirte.
El tuerto Airas es tuerto de eso: lo lancearon los Asesinos Monárquicos y lo dejaron por muerto, y por hacerse el muerto estirado en el charco de sangre que le salía de un tajito chiquito así, los zorros le comieron una pata y una mano a su pingo y de noche, sintió un chillido era un carancho que le vino encima y le quito el ojo completo.
Historias que se cuentan y pueden ser así o de otra manera.
Pero lo que seguro no fue de otra manera es la cara susto que le quedó al pobre Airas para siempre: un solo ojo. Habría que apurarlo cuando toma y conseguir que diga la verdad: no sería raro que al ojo se lo hayan arrancado los húsares Hispánicos, que eran muy de hacer esa clase de daños.
Lo bueno de la guerra
ya te lo explico
que siemopre los que mueren
son los los milicos...
Siempre que los yucas cantaban esas cosas, algún oficial se ofendía y les decía que desde ahora ellos también eran milicos y ordenaba que no canten mariconadas de negros y que se reacordaran que si no fuera por los milicos del Ejército Libertador, ellos andarían yerrados en los lomos con el sello del nombre del propietario.
Los que mejor peliaron
eran los negros
por que antes de la guerra
ya estaban muertos...
Sin darse cuenta, cada vez mas, esas coplas del barrio del Arrime, se cantaban con la tonada de la música rara del marino, como si por tanto y tanto oírla se hubieran olvidado de sus candombes.
Al silencio sin viento de la siguiente siesta no había que ser baquiano ni apretar demasiado la otra oreja contra el yuyo para saber que mucho caballo galopaba cerca de ahí.
Nadie temía al malón. Los que habían hecho campaña contra el indio sabían que un malón dura poco y que nunca termina de matar a todos. Sean pocos o bastantes, los que salen vivos de un malón salen mejor, no tienen miedo a nada y por mucho tiempo no sienten la desgracia.
Si te salvaste de un malón: ¿Qué te puede importar si vas en dirección a un lado o a otro o si estás tardando mas menos a una parte, o si no vas a llegar nunca...?
–Una guasca de burro. Una cagadita de indio. Algo menos que nada te importa cualquier cosa si te salvaste de un malón.
Cierto que el salvaje disfruta como un chico degollando, pero el instinto le manda escapar en cuanto puede alzarse con vituallas y chucherías de la tropa.
Eso lo entretiene mas que degollar.
Quien conoció lo peor de los cuarteles y de las poblaciones grandes, mucho no puede padecer si los pampas lo hacen cautivo. Sabiendo pelear y siendo macho, es mas fácil amistarse con una tribu que con los comisarios y los librepensadores de la capital.
Mal que bien de esa manera se pensaba, y hasta hubo capaces de decirlo frente a toda la tropa.
Mas dados a decir las cosas se pusieron en esos días últimos cuando aparecieron montones de ceniza, seguidillas de bosta casi fresca y telas grasientas de envolver que todavía soltaban olor a jamón con pimientos.
Por una cruz de madera, –no de palo: de madera de tablas pulidas pintadaa a con con barniz como de cajas de fusiles– marcando unos palmos de tierra removida, se notaba que habían pasado cristianos enterrando sus muertos como es debido, y de allí en mas, –pobre la caballada–, se apretó el paso y se acortaron los siesteos.
La desesperación es cosa tan complicada que no sería propio decir que alguien hubiera desesperado.
La pampa tiene algo que no permite desesperar.
Desesperanza si: lo mismo que lo pone cavilador y que no permite desesperar al hombre, causa desesperanza: la idea de volver a empezar y el plan de juntarse seguían ahí pero como algo mas certero que una ilusión: igual que el horizonte en círculo, el cielo plano, el sol que nunca se termina de ver y el subir y bajar del viento, era como si ya se hubieran juntado, o si ya hubieran empezado otra vez.
Una noche de frío, justo antes de que se iluminara el cielo, muchos se despertaron por unos alaridos o por la agitación que los alaridos produjeron en la caballada y en la hacienda.
Era una vaca que había parido: algo normal, pero resultó extraño que entre tanto peón de campo, estanciero y entendido en animales nadie se hubiera dado cuenta de que venían arreando una preñada.
El ternero apenas se mantenía parado, y si alguien pensó carnearlo ahí mismo se lo guardó cuando una china dio la idea de que lo dejaran con la vaca y pasto para alimentarse no le iba a faltar.
Un oriental pidió que también dejaran a un novillo que ya habían visto tratando de montarse a otras bestias para que se hagan compañía entre los tres y por ahí a la vuelta encuentren un manada de cimarrones y selo puede arrear de vuelta a las poblaciones.
Sin esperar que los principales cabildearan y diesen aprobación, el oriental espantó al novillo, y el animal, como si lo hubiera oído, se apartó del arreo y, obediente, se arrimó a la vaca que los miraba mientras la cría le cabeceaba la tetas.
La pampa siempre paga, dicen.
Será un decir, pero esa misma tarde encontraron, una carreta abandonada con su carga completa de leña.
Pintura verde, y el eje partido, mostraban que alguna caravana de los nacionales la había dejado ahí por no darse tiempo o maña para arreglarla. No fue difícil hacer lugar para esos palos de quebracho en las chatas de carga, aliviadas de tanto que se comió y chupó en las primeras semanas de marcha.
Y al rato nomás, cuando empezaba a oscurecer, un barullo que oarecia subir desde abajo del pasto, asustó mucho hasta que los que habían campañas a reconocieron el tembleteo de una estampida de jabalíes.
Lo estaban explicando cuando apareció una hilera de ñandús escapando de la nube de polvo que avanzaba hacia ellos. Apenas tiempo tuvieron para contener a los artilleros que querían disparar su culebrina al bulto, como si desviándolos con el ruido se pudiera evitar que la chanchería le pase por encima a todo lo que no sea pasto. Que cebaran el gollete de los cañones con pólvora húmeda y trapos engrasados y embebidos de parafina fue la orden los fogueados en casos casi iguales.
–Había que ser una manga de cagatintas para no haber traído perros dogos… –Se dijo mientras la mayoría seguía montada, y nadie acertaba a elegir entre apearse y escapar al galope y rogar que no fallara el fulminante ni se apagaran las estopas que tanto demoró el yesquero en ponerlas a arder.
Contar dicen que llama a la desgracia, pero doscientos, o trescientos, sus montas, su caballada de reposta y otras tantas bestias de carga y de servicio quedaron envueltas en una humareda acre, con los ojos chorreando, la boca hinchada, y la cara negra del pegoteo de lágrimas y hollín.
Y el tironeo de estómago que produce el trueno del cañón cuando se ha perdido la costumbre.
Por la humareda, pocos llegaron a ver la retaguardia de los chanchos huyendo, muchos de ellos con el lomo pegoteado de grasa ardiendo antes de perderse de vista se convertían en bolas de llamas aullantes que dejaban una estela de humo blanco con olor a pelo quemado.
La monta respondió con mas prudencia que la tropa y las chinas de atrás que lloraban a los gritos y pedían socorro y auxilio no se sabe pensando en quién las iría a escuchar.
Algunos vomitaron y quien pudo, cargó la carabina para hacerse de algún cancho paralizado que se atrasó en dar su media vuelta y emprender la disparada en sentido contrario.
–Así también nosotros… –Dijo alguien, el primero que habló desde el montón que había buscado reparo o detrás de las carretas.
Todos tosiendo o vomitando, nadie trató de averiguar a qué venia esa frase que sonaba a sermón de cura iluminado.
Pero la pampa paga, o al menos te hace sentir que asusta de repente para que cualquier cosa que después consigas sacarle te parezca un premio.
Con semanas y mas semanas de marcha carneando vaca y asando y comiendo carne de vaca las mas de las veces, y cuando no, charqui y carne de cordero o de vaca en conserva de grasa con pimiento, ver asarse a los chanchos y saborear una carne que no fuera de oveja o vaca fue para la gente una fiesta como cuando al cabo de meses de comer nada mas que ázimo y pescado hervido, un tripulante de la flota de mar llega con plata dulce a la primer posada del puerto y ve la mesa grande llena de pollo asado, cuadriles frescos y hojas verdes, manzanas y naranjas jugosas.
Horas costó cuerear y asar una docena de chanchos o jabalís de carne dura y tan fuerte que justificó meter espiches en uno de los toneles de carlón que venían reservados para el encuentro que cada vez parecía mas lejano, menos posible.
Muchos cayeron dormidos antes de que los asadores empezaran a trozar costillares crudones para alcanzarle a la cola de los mas hambrientos.
Y cuando los que tuvieron paciencia de esperar que las carnes estuviesen a punto empezaban a disfrutarla en medio de esa oscuridad, ya el vino se había terminado y los apresurados medio borrachos, se habían dormido sin tiempo de cubrirse bajo sus ponchos.
Algunos quedaron tirados lejos de sus monturas y sus cueros. Mullaban y eructaban dormidos. Hablaban en sueños. Se quejaban. Uno soltaban un grito como de terror, de mucho miedo, otro una risa larga, y entre tanto cuerpo tirado, como una aparición, se veía un fanal de parafina flotando en el aire, hamacándosé a un metro de altura, apareciendo y despareciendo por distintos lados del campamento.
A veces la luz dejaba ver la sombra del que la sostenía. Era uno que rondaba por el campamento, buscando jarros abandonados para recuperar el restito de vino que alguno se habría dormido sin tomar.
Todo se oscurecía en los momentos cuando esa figura se inclinaba y apoyaba el fanal en el pasto para alzar un jarrro. Después, alumbrado desde abajo, se veía con cuánta paciencia trasvasaba, unas gotitas a algo que sería una bota cuero, o un cuenco de barro.
No parecía apurado: terminaba de vaciar el jarrito, lo apoyaba en el pasto sin hacer ruido, como cuidando no despertar, y recién entonces levantaba el farol y volvía a convertirse en una forma amarillenta que flotaba sobre los cuerpos.
Pasó dos y hasta tres o cuatro veces por los mismos lugares, buscando y buscando. Siguió juntando vino hasta que la luz amarilla empezó arder, chisporroteando como señal de que la parafina se acababa. Ya oscuro, se lo dejó de ver. Estaría tumbado en sus cueros tomándose el poco vino que pudo conseguir. Se habrá dormido medio mamado, creyéndose hasta el final que era el único despierto en toda la tropa. El viento soplaba bastante fresco, como siempre a medianoche.
El olor de la grasa de chancho quemada y el de la tierra y el pasto verde que algún prudente paleó para sofocar la lumbre del asado, no bastaron para limpiar el olor a pólvora de aquellos pocos cañonazos de la tarde. Es un olor que impregna el cuero de las monturas, la piel de oveja de los aperos y las lanas de ponchos casacas. Dicen que por el azufre que le ponen al explosivo el olor de la pólvora se parece al hedor que despide el Diablo: difícil que sea verdad. Pero si es cierto que ese te entra en la cabeza y no se va. Por eso debe ser que artillero tiene fama de loco: se jacta de la potencia del ruido de sus explosiones, mas bien truenos que hasta al mas curtido le revuelven las tripas y lo hacen vomitar.
Los ves apenas en medio de la cerrazón de su humareda y está saltando por los ruidos, pero él, bailándolos de contento: salta igual que vos con la música de sus explosiones.
Como el lancero, el domador, el baquiano, y como los que nunca erran un tiro con carabina o con fusil, el artillero no más por ser como es se piensa el mejor de todos.
En guerra es bueno que cada cual se crea mejor que todos los demás. Entre los artilleros abundan los que les faltan un dedos que en algún zafarrancho se quedó atravesado en un un cerrojo o se hizo de carbón en una escapada de gas de la fogonadura de un serpentín de treinta onzas. No pocos son mancos, tuertos o quedaron desfigurados por quemaduras en la cara.
Pero cada vez que vuelve la hora de juntarse a pelear, eligen de nuevo el polvorín y los cañones, aunque por méritos o acomodo les ofrezcan cargos de intendencia, que son los que codician todos porque habilitan a ser primero en todos los repartos y, a veces, quedarse con la paga de muertos y desertores.
Chasquis, domadores, lanceros y jinetes de tiro rápido: todos tienen una ilusión de revistar una temporada en intendencia. En cambio el artillero e se empecina en no quedarse estar nunca lejos de sus fierros y polvorines.
Los artilleros cantan sus zambas:
somos los artilleros
los que al pie de un cañon
clavan rodilla en tierra
porque a la guerra
van por amor...
Como todos, hasta el mismo corneta de la banda, los de artillería saben que les puede tocar morir, pero igual que el fusilero y los de caballería rápida, viven convencidos de que ellos son los que mas mueren, o los primeros en morir. Cantan pidiendo a la mujer:
cuando recés por mí
quiero que le pidas a Dios
que si la muerte gana
me lleve a un cielo
donde estés vos
Y como todos los demás, en la guerra se la pasan pensando en la mujer, pero seguro que cuando están un tiempo con la mujer y arreglan el rancho, empiezan a pensar otra vez en la guerra y en esos truenos de la pólvora que solo ellos se pueden aguantar.
Y además, les gustan.
Los artilleros hacen cantos contra la lluvia, para ellos mas enemiga que el Odiado Enspañol, porque bastan dos días de lluvia para que la pólvora se les vuelva pelmaza y tengan que seguir cargando balas, metrallas y cañones de puro adorno, y deslomarse empujándolos en el piso barroso.
Pero en esos últimos días ni ellos han de haber pensado en la lluvia.
La pampa tiene también eso: te malacostumbra a lo que lleva a creer que es: ni el marinero, que nunca paró de hablar de tormentas y de cantar canciones y contar dichos sobre temporales y huracanes debió haber pensado en serio en la lluvia.
Pero a final llovió.
Todo llovió.
El día siguiente de la corrida de los chanchos amaneció nublado y sin viento, y no bien se apearon a mediodía para matear, empezaron las gotas anchas.
Fue una lluvia cansina, de esas que con el calor y el poco viento, ni ruido hacen.
Pero de a poco oscureció, tronó, empezaron los refucilos, y nadie hablaba porque no se escuchaba ni lo que te decía el del costado.
Ya antes de hacerse noche los animales andaban asustados y rebeldes y, al apearse, la tropa se encontraba con el agua hasta la rodilla y el cuerpo hecho un temblor, de frío.
Cuando oscureció, fue peor: los pingos se entendían entre ellos mismos mejor que los cristianos. Como si hubieran resuelto no parar, se rebelaban al freno y elegían su camino. Y eso fue lo único acertado que hizo la tropa: resignarse a obedecerle a la caballada.
Otra vez mas resultó cierto que lo mejor que hacés resulta que lo haces cuando no podés hacer otra cosa.
Después se habló que había que agradecerle a la caballada que tan pocos se perdieran en esa noche de frío y desinteligencia.
Si no se podía ver nada: todo era oscuridad y lluvia, y no bien refucilaba o se cruzaba un rayo por el cielo, el resplandor encandilaba tanto que apenas se podían ver el borde de las sombras que venían un paso adelante.
Y escuchar, se escuchaban solo la lluvia y truenos, y de momentos, el chapoteo a los gritos de alguno que rodó y pedía auxilio o gritaba por Dios hasta que, sin querer, algún caballo que venía atrás lo pechaba y lo mandaba empujaba de vuelta a la grupa de su monta.
De cuando en cuando, una puteada se alcanzaba a oír.
Al volver la luz se supo que faltaban las carretas de las chinas, mas de la mitad de la hacienda, y dos de las chatas de munición, que por el peso se habrán clavado en el barro, y, sin nadie que las suelte, se habrán ahogado las pobres yeguas de tiro.
Caían gotas mas finas y mucho mas frías que las de la noche. El agua llegaba hasta la cinchas del caballo y la correntada se llevaba a todo lo que no supiera flotar. El agua se estaba llevando todo un parque de leña que parecía un camalote y se perdió de vista sin darle a nadie ganas hubo de recuperar algo de tanto que se veía perder.
Si alguien queda por ahí y cuenta que temblaba del frío y no por miedo, macanea o es de los tantos que ahora se hacen pasar por haber entrado en esta marcha, pero que a su debido tiempo no se animaron a venir.
Vos está solo y desarmado, se te viene un malón, y al menos te mueren los salvajes con el consuelo de haber hecho como que le ibas a pelear. Pero al agua puta y a la corriente que te arrastra no le podés pelar ni hacerle cara de nada para engañarla. No podés nada.
Cuando se empezó a poder oír y a hablar, algunos temerosos de que siguiera subiendo mas el agua y empezaran a ahogarse o a desbocarse del todo los caballos, pidieron subir corriente arriba, buscando tierras altas.
Como si con un solo día de lluvia se hubieran olvidado de todo lo plana que era esa pampa. Como si no se dieran cuenta que cuando los animales mandan, ya no nadie va a poderles mandar.
O por facilidad o por instinto –no se puede saber– pero la caballada solo aceptaba ir a favor de la corriente. Al paso por momentos, y casi braceando, como nadando, la mayor parte de la jornada, fueron los pingos los que decidieron el camino.
No hubo posta. Ni hubo donde parar ni motivo para parar: con las carretas medio flotando y las otras a los tumbos, tapadas de agua hasta lo mas alto de la carga, no había donde hacer fuego ni ilusión de matear. Charqui y galleta hubo para el hambre. Y nada para el frío.
Mas finas se hacían las gotas, mas clara era la visión de la pampa cubierta de agua marrón y correntada, mas frío pasaban la ropas y mas hombres se desmontaban. Esos, atados a las riendas, se hacían arrastrar como bolsa de pesca: así aliviaban a sus pingos y aguantaban mejor el frío, porque todo lo que cubriera el agua marrón, no padecía las gotitas heladas y el viento frío que venía de frente.
Porque venía del lado hacia que tiraba la corriente, que después se supo que era el sur.
–Oscurece temprano…–Dijo alguien y lo fueron repitiendo a los lados y hacia adelante como si la noticia fuese la orden de un comandante.
Pero no era que oscureciese antes de lo debido: era por el miedo de ahogarse o de perderse, que era casi lo mismo, y por no tener nada que hacer mas que dejarse llevar adelante por el agua y por el tiempo que que el susto hacía pasar mas rápido.
Mago debió ser el sargento que consiguió dar lumbre a una linterna de aceite, y, aprovechando la mecha uno que no habrá querido irse de este mundo sin una buena acción hizo aparecer una gruesa de chalas finitos que traía escondidos en un buche de ciervo y fue prendiéndolos y haciéndolos pasar, de modo que casi toda la tropa pudo fumar al menos su medio pucho húmedo y hubo momento en el que toda la tropa estuvo montada bien derecha y fumando. ¡Lástima que no hubiera un salvaje ni un criminal hispánico que, viéndonos desde lejos, se quedara con esa impresión de cosa digna y milicia que debimos dar en el agua !
Había parado de llover cuando se pintaron unas unas estrellas bien adelante y nadie quería mirar la oscuridad de atrás, seguros de que chatas y carretas se habían perdido.
Unos mas y otros menos, casi todos se durmieron montados, o enganchados a las riendas y quien pudo, medio se durmió tendido en el lomo de su pingo.
Si otros vieron la luz, se la callaron. Primero apareció como una llamita amarilla que se podía confundir con una estrella, pero era al sur, en el lado del cielo donde nunca hay estrellas.
Ya antes de amanecer era una luz blanca y alta y los despiertos y los que aprovechaban una atropellada de su pingo para saludar y dar noticias de que no se habían ahogado, si la vieron no dijeron una palabra.
Y si alguien despierto llega a decir que no la vio, o era ciego o se pasó a la noche con los ojos apretados de miedo.
Ahora se entiende que, no más por verla, esperanzaba.
Mas que los ruidos de galope y esos humitos de espejismo que tanto encarajinamiento provocaron antes de la lluvia, esperanzaba.
Y así como sin necesidad de hablarse y sin mirarse, los caballos supieron para donde tenían que tirar, la tropa obedeció la orden de callarse, que nadie dio, para no ilusionar demasiado y para no llamar de nuevo a la desgracia de no saber a dónde se iba yendo.
Lo que nunca se va a terminar de comprender es por qué aquella tarde, pisando de nuevo seco y colgando ponchos, chaquetas y chiripás en los tientos que les tendieron entre los postes del fortín para que, a falta de sol, el viento los secara, nadie se jactó de haber notado la señal desde el comienzo, cuando todavía goteba grueso.
–¡Estabamos seguros de que la correntada los tenía que arrimarlos..! –Dijo, mejor dicho, dijeron los varios oficiales cuando todavía contentos de agregar tanta tropa y de recibir tanto güinchister y munición de lujo como los que por milagro les salvamos del agua, andaban confianzudos entre los nuestros y todavía no habían empezado a mandonear.
–¡Por eso quemamos todo el aceite para hacer farola en el mangruyo..! –Decían, como si quisieran cobrar esa miseria de aceite que gastó el fuego.
Milicos hijos de mil putas.
Cierto que pusieron sus peones a preparar ollas de locro y asadores, y dispusieon tientos entre las tablaestacas del fuerte para secarnos todo al viento y nos hicieron sitio para dormir en la barraca que llamaban la plaza de armas.
Pero carnearon los mejores terneros de que a puro lazo habíamos salvado del aguacero y la corriente,y escatimaron el tabaco y guardaron en el polvorín los toneles de vino y las tinas de aguardiente que trajimos.
No se niega que brindaron guitarreadas, pero tristes, porque escuchar música de verdad por primera vez en tanto tiempo, puso a los nuestros a pensar en todo lo que se había perdido, las tres carretas, unas chatas de munición, las pobres chinas y las bajas de personal que nadie quiso tomar lista porque, a no dudarlo: contar es llamar la desgracia, y para contar, en el fortín sobraban escribientes y pícaros de intendencia entre quienes, desde los oficiales hasta el último chiquilín recién incorporado de conscripto, todos andaban como si fueran los dueños de la plaza, de la sierra petisa donde a los apurones habían edificado el fuerte y de toda la pampa, que, no aquel atardecer en el que se la veía tapada por el agua, sino hasta en en el mejor momento del año, nunca serán capaces de cruzar ni de entenderla.
–Son un mal necesario, como la inundación, como la correntada... –Se dijo y muchos siguieron repitiéndolo como una novedad, aunque fue el tema de las conversaciones de esa primera noche bajo techo, pero sin chala, con poquísimo vino y con todo ese sueño que se estuvo juntando abajo del agua.
De a uno iban cayendo dormidos, mientras los mas fogueados seguían hablando de esto y de los tiempos de privación que se veían venir, disponiendo los ánimos de la gente para que fuera haciéndose a la idea de que la guerra también tiene su parte mierda de dianas, escribientes y contabilidades y de que es menester que el hombre se tome el trabajo de aprender a aguantar si de verdad pretendía juntarse con los que quieren empezar, otra vez, todo de nuevo.
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